Mujeres, género y dominación: las intrusas de la historia argentina. Por Florencia Ameri y Leslie Pupkin

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16 de Septiembre de 2017. Traslado de la estatua de Juana Azurduy que estaba detrás de la Casa Rosada

El término patria proviene etimológicamente de patriarcado, que refiere a “padres”; hombres como los únicos que fundaron una sociedad, sujetos históricos protagonistas, valientes, heroicos y distinguidos en un rol exclusivamente masculino. Al contrario, “Matria” refiere al rol histórico de las mujeres, que ocuparon lugares de poder social sin ser inmortalizadas en los registros. En ese sentido es que en Argentina se llevó adelante un proyecto deliberado de borramiento de una parte protagonista de su historia.

Por Florencia Ameri y Leslie Pupkin

INTRODUCCIÓN 

Al analizar las problemáticas actuales de la sociedad argentina resulta imperioso reconocer que las perspectivas del pensamiento político argentino del pasado se proyectan en las formas de pensamiento del presente. De esta manera, la realidad contemporánea convive con ciertos elementos de la historia política que se mantienen vivos en forma de tensiones irresueltas y perspectivas particulares que dan forma a las significaciones políticas de la actualidad. Sin embargo, muchos de los escritos fundacionales de la historia argentina son deliberadamente dejados de lado en los programas bibliográficos que cuentan una artificial y recortada versión de los hechos, funcionales a un objetivo específico.  

Un movimiento similar de invisibilización histórica sucede con la historia de las mujeres. Si bien las mujeres y feminidades han sido sujetos centrales en todos los sucesos en la historia de la humanidad, esto no se ve reflejado en los registros históricos: no son nombradas, no aparecen, no son protagonistas. Esta exclusión no solo es deliberada, sino que cumple una función específica en la reproducción de los sistemas de género duraderos atravesados por el patriarcado como estructura de soporte. Como explica Romina Zapata en “La Matria, el cuerpo como territorio” (2016), el lenguaje es un terreno donde librar batallas, por lo tanto, nos proponemos trabajar con las resignificaciones que pueden ayudarnos a nombrar el mundo desde nuestra perspectiva. 

Resulta importante abordar las marcas que dejaron algunos escritos del pasado y que se mantienen en la actualidad. Para pensar de forma situada las problemáticas contemporáneas y comprendiendo la necesidad de traer a la luz a aquellas voces de la historia que fueron injustamente silenciadas, se debe analizar específicamente cómo a lo largo de la formación del pensamiento político argentino se fue estableciendo una concepción que relega a los cuerpos feminizados a ser personajes secundarios y objetificados en la historia, apareciendo éstos como territorios en disputa para ser colonizados. 

PATRIA Y PATRIARCADO

Según la antropóloga argentina Rita Segato (2003), el patriarcado es una estructura que sostiene las normas de género y posee una duración tan larga en la historia de la humanidad que provoca la ilusión de ser el modo natural de conducta humana en lugar de una estructura artificial. Estas normas se presentan como muy duras de romper ya que al cristalizarse se aparecen ante los sujetos con la ilusión de ser naturales y no culturales. Entonces, las normas de género que tienen un tiempo tan largo como el de la especie humana se encuentran completamente introyectadas en las mentalidades de los individuos, haciendo que sea particularmente difícil modificar la opresión de género. 

Esta estructura de género impone un sistema de ordenación en el mundo que organiza jerárquicamente a las relaciones de poder en la sociedad basándose en representaciones de lo que se conoce como la masculinidad o la feminidad para clasificarlas en la matriz binaria de género (Segato, 2003). Esta matriz representa la construcción social, cultural e histórica de los comportamientos asociados con la dualidad de géneros instaurada por las representaciones dominantes. 

La matriz heterosexual o heteronormativa describe una relación de poder en la experiencia social y en la vida de todos los sujetos ya que estos repiten —inevitablemente— actos de género para producir una inteligibilidad de los cuerpos que está basada en la construcción social binaria entendida como el sexo y el género. Es decir, que tanto lo masculino como lo femenino tienen realidad solo a medida que son practicados y tienen una inteligibilidad social binarizada. 

Con respecto a estas relaciones de poder, siempre se tratan de relaciones de dominación. Al tratarse la matriz heteronormativa de un modelo de relaciones, el estatus de sus individuos dependerá de su relación jerárquica con respecto a los otros, es decir que la superioridad de lo masculino se realizará justamente a expensas de la subordinación de lo femenino. En palabras de Segato “el poder no existe sin la subordinación, ambos son subproductos de un mismo proceso, una misma estructura, posibilitada por la usurpación del ser de uno por el otro” (2003: 31). 

La reproducción de las relaciones de poder patriarcales se realiza por medio de su encarnación en actores sociales o a través de personajes míticos. De esta manera, podemos ubicar en los textos históricos fundacionales de nuestra sociedad una enorme cantidad de indicios y expresiones de las normas de género como estructurantes de las conductas humanas. 

En la propia designación de la palabra patria como expresión del lugar al que los individuos se sienten ligados por vínculos afectivos, culturales e históricos, se esconden ciertas marcas de lo heteronormado. Como explica la autora Romina Zapata (2016) el término patria proviene etimológicamente de patriarcado, que refiere a “padres”; hombres como los únicos que fundaron una sociedad, sujetos históricos protagonistas, valientes, heroicos y distinguidos en un rol exclusivamente masculino. Al contrario, “Matria” refiere al rol histórico de las mujeres, que ocuparon lugares de poder social sin ser inmortalizadas en los registros. Por ejemplo, en las comunidades originarias las mujeres ocupan lugares importantes, pero hay pocos registros históricos que hablan de ello, debido a la mirada racista-patriarcal que no considera civilización a las comunidades precolombinas. 

Los cuerpos de las mujeres no poseen casi espacios de representación en la cultura, ni siquiera después de la Independencia Argentina. Rotker sostiene que esta ausencia de representación “obedece a una práctica de negaciones y silencios que ha tenido consecuencias asombrosas para todas las formas de heterogeneidad en la Argentina” (1997: 116). De esto se desprende que en la construcción de la nación argentina hubo un pacto de silencio con respecto a la violencia de sus orígenes. En ese sentido es que en Argentina se llevó adelante un proyecto deliberado de borramiento de una parte protagonista de su historia. Tanto con lo que respecta a las mujeres como a los pueblos originarios de estos territorios, se pretendió olvidar el rol que las feminidades y minorías mestizas, indígenas y afrodescendientes tuvieron en la construcción de la nación. Estas minorías han sido omitidas de los relatos nacionales y de la literatura, negadas de su lugar en el pasado y el presente como parte de la tradición y de la historia argentina. 

Monumento a Juana Azurduy, actualmente frente al Centro Cultural Néstor Kirchner

ROLES DE GÉNERO Y DOMINACIÓN

Susana Rotker (1997) explica que las mujeres apenas aparecen en los registros históricos. En el caso argentino, por ejemplo, existieron muchas mujeres cautivas por parte de comunidades indígenas, pero no hay evidencias ni relatos sobre ellas. No hay registros de diarios escritos por estas mujeres secuestradas, no hay testimonios de su autoría ni recogidos por otros. Las podemos encontrar únicamente en el poema “La Cautiva” de Esteban Echeverría, en algunos textos gauchescos, en unas pocas líneas de Lucio V. Mansilla y por último en la leyenda de Lucia Miranda, una leyenda que transcurre en el siglo XVI, demasiado lejos en el tiempo como para que estas mujeres puedan ser insertadas en el campo de lo escribible y de lo pensable dentro de la esfera pública del siglo XIX. De igual forma, en estos breves casos las mujeres aparecen como objetos para ser poseídos, como territorios a ser conquistados. 

Esa noción de los cuerpos de las mujeres como territorios de conquista proviene del orden patriarcal y arcaico que estructura las relaciones de género y las mantiene en el tiempo. En esa estructura de larga data, cada componente, es decir, cada género, tiene un rol asignado definido por el estatus o posición que ocupa —más allá de las diferencias y especificidades de cada etnia y cultura. 

Siguiendo este argumento, a las masculinidades se les asignó el rol de dominador: el hombre debe ser activo y estar constantemente conquistando territorios a través de rituales o pruebas de iniciación. Esto lo convierte en la autoridad moral de la comunidad, en el sujeto que encarna el poder debido a su rol de patriarca. Como se trata de un estatus que se conquista, dicho hombre deberá proteger su rol continuamente para mantenerlo. De esto se desprende que las masculinidades, para mantenerse en ese lugar de dominador, deben subordinar a los otros sujetos, tanto a otros hombres —que se presentan como su competencia— como a las feminidades que deben ser subyugadas. Las mujeres en este sentido ocupan un rol de inferioridad para que los hombres conserven su lugar como dominantes. Por esto son tratadas como objetos comercializables, como sujetos con distintos derechos, víctimas de las prácticas más violentas. Las feminidades aparecen como territorios a ser dominados porque las masculinidades necesitan constantemente probar esa hombría al resto de la sociedad. 

Esta asignación de roles de género, que es la base sobre la que se erigen las relaciones de dominación, no corresponde a un fenómeno empíricamente observable. La reproducción del orden patriarcal pertenece al orden de lo intangible, y para que sea una realidad tiene que ser encarnado por actores sociales, reales o míticos. Mediante el accionar de dichos actores la estructura traspasa el orden simbólico y llega al orden empírico. En palabras de Segato “La estructura (…) se reviste de género, emerge en caracterizaciones secundarias con los rasgos del hombre y la mujer o con los gestos de la masculinidad y la femineidad en personajes dramáticos que representan sus papeles característicos” (2003:57).

Un claro ejemplo lo encontramos mediante un análisis del mito de Lucia Miranda. Aunque reversionado muchas veces a lo largo de los siglos, mantuvo en su mensaje la estructura patriarcal de relaciones de dominación que expusimos anteriormente. Lucía Mirada era una mujer que acompañó a su esposo en la expedición hacia la colonia española El Fuerte Espíritu Santo. En un primer momento, ella no estaba interesada en abandonar su tierra natal para concurrir a un territorio de “poca civilización”, sin embargo, como esposa abnegada que es, cede su voluntad y emprende el viaje con su esposo. Esta mujer se caracteriza por ser buena, pura y con una belleza capaz de despertar (sin intención) la pasión en los hombres:

Era un verdadero conjunto de gracia, de hermosura y de belleza, era lo que se llama una mujer irresistible (…) una mujer que no se podía mirar sin amar. Su andar, su hablar, el menor de sus movimientos, sus miradas tiernas y expresivas a la vez, atraían todos los corazones, tanto españoles como indios. (Guerra, 2000:7).  

La mujer en este mito se presenta como dócil, frágil y devota. Sigue las designaciones del hombre que está a su cargo sin cuestionamientos. Los hombres (blancos y europeos), por otro lado, son descritos como “de distinguido mérito, genio emprendedor y valor arrojado” (Guerra, 2000:1). Son valorados por su fortaleza y su capacidad de conquista, capaces de llevar adelante prácticas violentas para demostrar su hombría. Esas prácticas violentas de dominación se pueden contemplar en esta leyenda también en los hombres indígenas, a partir de la posibilidad de violación y cohabitación presente en el secuestro de Lucía por parte de Mangora, uno de los Caciques de los Timbúes que ante la “indiferencia” de la joven decide raptarla para convertirla en su pareja. En la versión de Rosa Guerra (2000) el honor de la protagonista permanece intacto, pero la violación es inminente, es una posibilidad latente, a la que Lucía responde con desmayos y llamados a su esposo para que la proteja de los salvajes. Lucía se las arregla para evitar la cohabitación y la servidumbre al indígena, y salir inmaculada a pesar de su trágico final. Final que no es fiel a la realidad de las mujeres secuestradas y traficadas de carne y hueso (Rotker, 1997).

Según estudios etnográficos, en los pueblos originarios de cada continente, la violación es un acto punitivo y disciplinador de la mujer. En las sociedades indígenas existen secuestros de mujeres de otros grupos sociales para casarse con ellas y adueñarse de sus capacidades reproductivas (Segato 2003).  Un relato testigo de esa situación es la “Historia del guerrero y la cautiva” de Jorge Luis Borges. En esta historia es la abuela de Borges quien relata haber conocido en las zonas aledañas a la frontera norte y oeste de Buenos Aires a otra inglesa como ella, que había dejado su tierra natal para vivir en el fin del mundo. Según el relato de la abuela, la otra inglesa era una india, que venía de la Pampa y tierra adentro y mostraba un cuerpo híbrido, de ojos claros, pero vestimenta ruda. Ella casi ni recordaba su idioma nativo, pero como pudo explicó que había sido víctima de un malón donde pierde a sus padres y es secuestrada y casada sin su consentimiento con un capitán al que le da dos hijos. Se trataba de una refinada mujer inglesa llevando una vida de “barbarie”, acatando un destino impuesto que no supo abandonar.

Observamos de esta manera como la violación y la amenaza latente de violencia física funcionan —en comunidades indígenas y occidentales— como uno de los muchos dispositivos de dominación para mantener a las mujeres en una posición de fragilidad y obediencia. Estas mujeres son disciplinadas si se rebelan del lugar que les fue asignado, porque si dejaran de ocupar su espacio de subordinación las masculinidades no tendrían una inferioridad con respecto a la cual declararse superiores. 

LA INTRUSA

De lo analizado anteriormente se desprende que, a pesar de que actualmente la violencia hacia los cuerpos de las mujeres se asume como perpetrada por atacantes “enfermos” o “desviados”, la realidad es que la violencia es un mandato que debe cumplirse para demostrar qué rol ocupa cada persona en la sociedad. Y este fenómeno no es algo nuevo, al contrario, es un proceso que se origina con la misma conformación de sociedad. En la historia hay registros de ello y los mitos o leyendas argentinos son prueba de esa realidad. 

Similar a lo observado en la leyenda de Lucia Miranda, procedemos al análisis del relato “La Intrusa” de Jorge Luis Borges. Este cuento sucede a principios del siglo XIX y relata la historia de dos hermanos que se enamoran de la misma mujer. Si bien la Juliana era la esposa de Cristian, éste se da cuenta que su hermano Eduardo también la deseaba y le propone compartirla, le dice “Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala (..) Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro” (Borges, 1966:2). La Juliana cumple a lo largo de todo este relato el rol de objeto, se encuentra completamente a disposición de su marido y a pedido del mismo, también de su hermano. Más que una esposa, es una sirvienta o una posesión.

Pero en realidad, ella es mucho más. La Juliana representa la capacidad de estos hombres de mantenerla, de conquistarla, de dominarla y consumar así la obediencia que ella les debe. Sin embargo, no hay en la misma casa lugar para dos machos dominantes. Eventualmente, se produce la discordia entre estos dos hermanos. Primero, deciden venderla a un prostíbulo en un pueblo cercano. Pero cuando se dan cuenta que no pueden dejar de visitarla, vuelven a traerla al hogar. Después de un tiempo, la competencia entre estos hermanos se vuelve insostenible ya que, como expusimos anteriormente, la masculinidad se expresa mediante una posición jerárquica con respecto a otros hombres y otras mujeres, y esa igualdad de poder entre hermanos no se corresponde con esta necesidad de un estatus superior. 

Al final, Cristian no puede con tanto sufrimiento y le quita a la Juliana la vida que a él siempre le perteneció. Se lo cuenta su hermano, aliviado: “Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas, ya no habrá más perjuicios. Se abrazaron, casi llorando” (Borges, 1966:3). Aun en el final, para estos dos hermanos la mujer que era el objeto de discordia fue la culpable de sus tristezas y de su propia muerte. Ni siquiera en su obediencia total, en su completa sumisión, pudo la Juliana escapar de la violencia machista que ni muerta dejó de culparla. 

Como indica el propio título del cuento, la Juliana fue considerada siempre la intrusa, aun cuando eran los impulsos machistas de los hermanos los que provocaron los conflictos en los que se veían inmersos. Así como en la génesis bíblica Eva ocasiona la discordia y un Dios hombre legislador decide su futuro y el de la humanidad, irrumpiendo la satisfacción ilimitada que brindaba el Edén (Segato 2003), Cristian decide el destino de la Juliana y Siripo el final de Lucía Miranda. 

A pesar de que las formas de violencia explícita resultan evidentes en este relato, existen también otras formas de violencia que nos parece importante mencionar para analizar de dónde proviene en el pensamiento político argentino la concepción de los cuerpos feminizados como territorios de disputa para ser colonizados. 

Como observamos en los relatos anteriormente analizados, y también en los registros históricos donde las mujeres aparecen como personajes secundarios, existen otros tipos de violencia que se reproducen por debajo de la superficie de lo visible. Se trata de la violencia psicológica o violencia moral, la cual involucra

(…) agresiones de índole emocional como por ejemplo la ridiculización, la coacción moral, la sospecha, la intimidación, la condenación de la sexualidad, la desvalorización cotidiana de la mujer como persona, de su personalidad y sus trazos psicológicos, de su cuerpo, de sus capacidades intelectuales, de su trabajo, de su valor moral. (Segato, 2003:115).

La violencia moral termina siendo la forma más eficiente y habitual de subordinación y opresión femenina ya que a diferencia de la violencia física sus consecuencias no resultan evidentes y son por lo tanto difíciles de denunciar. Esto también hace que esta forma de violencia sea socialmente aceptada y validada, debido a su diseminación masiva en la sociedad que garantiza que sea aprehendida como un comportamiento natural, el arraigo que tiene en los valores religiosos y familiares que la justifican y la falta de identificación que dificulta su nombramiento (Segato, 2003). 

De esta manera, la violencia moral mantiene el estatus de dominación de los roles de género, legitimado mediante su propia reproducción en la sociedad que lo naturaliza al incorporarlo como parte de las costumbres. Este tipo de violencia, además de preservar el sistema de estatus de género, sostiene y garantiza la reproducción de otras jerarquías. Por ejemplo, aquellas del orden racial, étnico, y de clase (Segato, 2003).  

Esto quiere decir que tanto el sexismo como el racismo se producen de forma automática porque están incorporados en las propias formas de existencia de la sociedad y responden a una reproducción maquinal de la moral que se considera correcta. En este sentido hay una coincidencia entre las experiencias de las feminidades y de los sujetos subalternos, en la forma que son representados por una historia que los vulnera constantemente. Ambos sujetos en este caso resultan víctimas del patriarcado que articula todas las relaciones de poder y de subordinación mediante el ejercicio de la violencia moral por parte de las masculinidades que necesitan reafirmarse como dominadores. 

CIVILIZACIÓN O BARBARIE

Continuando con la línea de análisis de mitos y relatos representativos del pensamiento político argentino, analizaremos a continuación el estereotipo racial que en ellos se encuentra presente.  Sabemos que en Argentina previo a la llegada de los españoles había pueblos originarios, algunos nómades y otros sedentarios. Por lo tanto, gran parte de nuestra población es descendiente de estos pueblos y aunque algunos quieran negarlo, por sus venas corre sangre indígena.  Para Susana Rotker (1997) esta omisión deliberada de nuestros orígenes se debe a que negamos una y otra vez el carácter heterogéneo de nuestra sociedad, lo cual conlleva un proceso violento. 

Por ejemplo, negamos el papel que las cautivas y el tráfico de mujeres tuvo (blancas e indígenas) en la formación del Estado argentino, esto responde a un silenciamiento sistemático de todo lo previo a la “civilización”. En palabras de la autora:

Es rara la historia argentina que comience antes de mayo de 1810. Luego de Ia campaña de exterminio (la Conquista del Desierto liderada por el general Roca), se inició una política tan vigorosa de sustitución de la población local que hacia 1914 el 30 % de la población había nacido en el extranjero. Los afroargentinos desaparecieron tambien: si a comienzos del siglo XIX uno de cada tres habitantes de Buenos Aires era negro, a fines de la década de 1880 la proporción era menor al 2 % (Rotker, 1997: 2). 

En ese momento se creía que la barbarie, es decir, todo lo que no sea blanco y europeo, debía ser reemplazado por la civilización, que se correspondía con los ideales blancos y europeos. Se instaura un enemigo, un “otro” digno de desaparecer de la faz de la tierra que buscan apropiar. 

Había otra opción además del exterminio, la de educar a los indígenas, postura que vuelve a reafirmar la supremacía blanca. Esta pretensión de civilizar a los pueblos originarios aparece en la historia de Lucía Miranda. Mangora 

(…) a pesar de ser bárbaro, reunía en su persona toda la arrogancia de su raza, las bellas prendas de un caballero, y su corazón educado, y cultivado su espíritu por el trato de los españoles, había adquirido casi todas sus caballerescas maneras y fino arte de agradar. (Guerra,2000:3).

Estas buenas maneras que supo adquirir le permitían el trato con Lucía y los demás españoles, es decir que a Mangora se le permitía acercarse por adoptar las características españolas como propias. Para completar su obra, la protagonista y su marido buscaban casarlo con una española que pudiera terminar de civilizar a aquel bárbaro. 

Otro texto que nos permite visualizar el tratamiento que se le daba a “la cuestión del indio” durante en el siglo XIX es el poema “La Cautiva” de Esteban Echeverría. Se trata de un poema que relata la historia de una pareja de criollos, Brian y María, secuestrados durante un malón. Luego de ser apresados, Brian consigue atacar a sus captores, eliminando a varios de ellos, pero quedando herido en el proceso. Luego, por iniciativa de María, se proponen escapar por el desierto. Brian no logra sobrevivir al viaje y María termina falleciendo también cuando se entera que su hijo había sido degollado por sus mismos captores. 

En este relato el autor expresa de manera bastante tendenciosa la supuesta incompatibilidad que tienen las formas de existencia indígenas con aquellas pretendidas por la sociedad colonial. Sin embargo, el poema expresa que cuando los indios pelean contra el Huinca blanco (el invasor o el ladrón), combaten a modo de venganza por los territorios y personas conquistadas: 

El indeleble recuerdo

de las pasadas ofensas

se aviva en su ánimo entonces,

y atizando su fiereza

al rencor adormecido

y a la venganza subleva 

(Echeverría, 1837:21)

Mientras que Brian, por otro lado, combate a los indios no sólo porque estos lo capturaron, sino que ya tiene incorporada en su manera de pensar la identificación de estos individuos como enemigos o invasores 一 de una tierra que ellos poblaron originalmente: 

Se alzó Brián enajenado,

y su bigote erizado

se mueve; chispean, rojos

como centellas, sus ojos,

que hace el entusiasmo arder;

el rostro y talante fiero,

do resalta con viveza

el valor y la nobleza, 

la majestad del guerrero 

acostumbrado a vencer. 

(Echeverría, 1837:80)

A pesar de que en ese poema y en los otros textos analizados se presenta a estos dos grupos como enemigos inevitables, cabe preguntarse si realmente eran tan irreconciliables las vías de negociación entre ellos. En realidad, es discutible que las comunidades indígenas no estuvieran o hayan aceptado a participar en el proceso de construcción nacional. Sabemos que tribus de la pampa ofrecieron sus servicios a la administración colonial y participaron, de hecho, en la defensa del territorio bonaerense durante la invasión inglesa de 1806 (Martínez Sarasola, 1992). Además, en las guerras civiles tanto de unitarios como federales se utilizaron guerreros indígenas. 

Pero el proyecto criollo no necesitaba adeptos, sino enemigos. Para lograr el proyecto racial de expansión territorial se debe justificar de alguna manera el exterminio de miles de personas y su reemplazo, por eso el indígena es planteado como una amenaza a la civilización que no se puede alcanzar si hay barbarie presente (Rotker, 1997). Si bien es cierto que existían formas de violencia y un patriarcado previo a la colonización, con la llegada de administración ultramarina esto se instala definitivamente. A partir de esto, los niveles de agresión aumentan exponencialmente debido a que para penetrar el territorio y hacerse de él los colonizadores comenzaron por el cuerpo de las indígenas. Y estas condiciones de desventaja y discriminación sobre todo de las mujeres indígenas y sus cuerpos, llega hasta la actualidad.

Esta carga ideológica la podemos observar en el personaje de María, la protagonista del poema “La Cautiva” de Echeverría. Si bien en su experiencia podríamos haber visualizado un proceso de convivencia de ambas culturas y hasta el desarrollo de una relación aún inmersa en un contexto de secuestro y violencia, ella aparece con la única misión de salvarse a sí misma y a Brian, de los horrores de una posible mutación o mestizaje. Es decir, que su fin último era la conservación de la pureza racial y cultural, ya que en los indígenas veía una amenaza no solo a su integridad física sino también moral. 

Esto se debe a que, desde la perspectiva occidental, estos pueblos llevaban una vida feral, incompatible con aquello que se pretende sea la nueva sociedad argentina. Como expresa muy detallada y precisamente Borges en el relato “Historia del guerrero y de la cautiva”, ellos vivían entre “los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes, desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia” (1949:3). Es decir, que estas comunidades representaban para cualquier europeo o criollo todo aquello de lo que debían mantenerse alejados, lo que no querían ser. De esta manera se construye la imagen de un enemigo al que vencer y se legitima su exterminio. Así, estos sujetos representan únicamente territorios a ser conquistados para preservar la civilización. 

REFLEXIONES FINALES

A lo largo de este artículo se ha analizado la invisibilización a la que son sometidas algunas partes muy importantes de la historia argentina para terminar relatando una recortada y artificial (blanca y machista) versión de los hechos. 

Se ha señalado particularmente la invisibilización histórica a la que son sometidas las mujeres y feminidades. Sostuvimos que el lugar que ocupan las mujeres en los pocos registros históricos en los que sí aparecen es el de objetos, que se presentan como territorios en disputa que deben ser colonizados y dominados por los hombres para preservar su privilegiada posición social.  Utilizando los postulados de la antropóloga Rita Segato hicimos una reconstrucción teórica de los efectos que el patriarcado como estructura jerárquica tuvo y tiene hoy en día en la sociedad. El patriarcado produce y legitima los roles de género que determinan que los hombres deben ocupar el rol de fuertes proveedores, y para hacerlo necesitan dominar al resto de los individuos. De esta manera, las mujeres deben ser sometidas y mantenidas en su lugar de fragilidad mediante la violencia física observable y la violencia moral o psicológica que funciona de forma capilar. Ambas formas de violencia se encuentran insertadas y legitimadas por la propia costumbre y por lo tanto son reproducidas automáticamente y sin revisión en el pensamiento político argentino. 

Para pensar la forma en la que el patriarcado ejerce estas formas de violencia en el siglo XIX, es importante analizar algunos relatos representativos del pensamiento de esta época, ya que que los personajes míticos son una forma de visualizar la reproducción de las relaciones de dominación. Así, encontramos en estos textos indicios y expresiones de las normas de género como estructurantes de las conductas humanas. 

Lo mismo sucede al analizar relatos que hablan de la experiencia de los pueblos originarios, que a merced de un proyecto de civilización sufren también en sus cuerpos los efectos de ser considerados territorios a ser conquistados por los invasores europeos. Si consideramos la interseccionalidad entre las experiencias de las poblaciones indígenas y de las mujeres, podemos enterarnos de las atrocidades a las que fueron sometidos los sujetos que tenían la mala suerte de pertenecer a ambos grupos.  

A modo de reflexión final, sostenemos que negar la violencia y las violaciones históricas que sufrieron los cuerpos femeninos a lo largo de la historia es negar el origen de nuestra propia sociedad, revestirlo de grandeza y civilización, cuando en realidad está plagado de sometimiento y dominación. De esto se desprende que la concepción de los cuerpos feminizados como territorios de disputa para ser colonizados es un resultado de este proceso duradero y patriarcal de asignación de roles de género y de la necesidad de mantenerlos mediante estos actos violentos de sometimiento. 


BIBLIOGRAFÍA

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  9. Segato, R. (2003) “Las Estructuras Elementales de la Violencia”. Prometeo Libros
  10. Rotker, S. (1997). “Lucia Miranda: Negación y violencia de origen”.  Rutgers University Revista Iberoamericana. Vol. LXIII, Ntums. 178-179
  11. Zapata, R. “La Matria, el cuerpo como territorio”. publicado el 18 de diciembre de 2016. Disponible en línea en: https://www.unidiversidad.com.ar/encontrandonos-en-la-matria (Fecha de consulta: 10/07/2022).

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