“DEMOCRACIA PLEBEYA. Multitud, Pueblo, y poder constituyente democrático en Nuestra América”. Por: Marcelo Koenig

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Continuando con los debates y aportes que conmemoran los 40 años de continuidad ininterrumpida de democracia argentina, publicamos un capítulo del libro de Marcelo Koenig editado en 2019. Koenig, es abogado y docente en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA), en el Instituto Nacional de Derechos Humanos Madres de Plaza de Mayo, en la Universidad Nacional de José C. Paz y en la Universidad Nacional de Avellaneda. Durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner (2011-2015) fue Director de la Escuela Superior de Gobierno dependiente de Jefatura de Gabinete de Ministros, Diputado Nacional por Unidad Ciudadana, trabajó en el área del litio vinculado a los intereses nacionales y es el secretario general de la Corriente Peronista “Descamisados”.

Prólogo 

Por: Jorge Taiana. Político y sociólogo con una militancia histórica en el peronismo. Ex Canciller de la Nación, desde 2021 es Ministro de Defensa de la Nación.

El nuevo libro de Marcelo Koenig es una reflexión basada en la experiencia histórica, como casi todas sus obras; pero este texto en particular es, al mismo tiempo, un estudio acerca de la esencia misma de la democracia, de las características de este sistema en un país como el nuestro y de la medida en que la democracia es capaz -o tiene la capacidad- de representar y de ser un canal efectivo para la realización de las necesidades y las aspiraciones de un pueblo.

El libro profundiza sobre el concepto de lo que él denomina “democracia tradicional” o “democracia liberal” y lo analiza históricamente con una mirada crítica sobre nuestra propia experiencia; sobre todo a partir de la crisis de representatividad del sistema de partidos políticos que se desencadena en la Argentina del año 2001.

El eje central que guía este libro es la búsqueda de respuestas acerca del concepto de democracia y sus limitaciones como sistema de representación de las mayorías. Una democracia que, en términos del politólogo Guillermo O’Donnell, se torna “delegativa”, donde la participación popular se limita al acto electoral propiamente dicho y que la ha convertido así –en algún sentido-  en una democracia oligárquica; sobre todo analizando el caso latinoamericano y argentino.

Bajo esta tesis, el sistema representativo de las mayorías populares se transforma en un sistema oligárquico en el sentido tradicional de la palabra; un gobierno de minorías conformado por la élite política que tiende a la autopreservación y que paulatinamente va armando una estructura de estado jerárquica y un mecanismo de representación que obstaculiza los canales de participación directa del pueblo. Esta democracia de baja intensidad decanta en la imposibilidad del Estado de garantizar las condiciones para dar respuesta a los problemas sociales que se suscitan en este tiempo histórico.

Ante esta encrucijada, el autor contrapone la idea de generar nuevas formas de participación que le otorguen un rol activo al Pueblo y fortalezcan la riqueza de esta acción, con la incorporación de un nuevo tipo de democracia al que denomina como “plebeya”. Un sistema que tiene a la mayoría, al pueblo, como sujeto constituyente y que desarrolla modelos de organización de la sociedad para lograr así una democracia participativa que ejecute la voluntad del soberano.

Según Marcelo, este modelo de democracia plebeya no ha podido consolidarse porque la multitud –que tiene su origen en la indignación- ha desarrollado con facilidad, ante las crisis, una capacidad destituyente que ha marcado el final de los regímenes autoritarios que tenían un bajo nivel de participación y carecían de herramientas para interpretar las necesidades de ese pueblo, pero que no ha podido hacer de ello un nuevo proceso constituyente.

Con este planteo, y siguiendo la línea argumentativa de Álvaro García Linera, Koenig hace un análisis enfocado en la filósofa belga Chantal Mouffe y discute con ella y con todos los teóricos que observan en la multitud una fuerza transformadora de gran envergadura. En contraposición a esta teoría, Marcelo asegura que la multitud como sujeto puede tener cierta capacidad para producir una crisis –como es el caso de Argentina en el 2001 o en Bolivia- pero esa capacidad es únicamente ocasional y no desarrolla formas de organización. Bajo esta premisa, el autor concluye que sin iniciativa transformadora, la participación popular sólo consigue ser destituyente pero no logra ser constituyente; es decir, que no tiene capacidad de construir una alternativa de poder.

Discrepa, entonces, con las teorías de Holloway, de Negri y de aquellos autores que cuestionan el rol del Estado como estructura que en sí misma ahoga la participación popular y también desarma la llamada “teoría del acontecimiento” que plantea que los cambios se logran sólo a través de movimientos espontáneos apartidarios. Marcelo plantea que el Estado no es un arquetipo rígido; es una estructura que tiene una composición histórica muy compleja y que para que sirva a los intereses de la mayoría requiere de una participación popular, una movilización que rompa con el orden de dominación establecido e impida que el mismo se paralice y que sólo respete el statu quo y el poder de las élites.  El Estado, en definitiva, es un lugar de disputa.

En definitiva, la pregunta que Marcelo trata de responder a lo largo de los capítulos es cómo se hace para consolidar una “democracia plebeya” que tenga al Pueblo como sujeto constituyente. Una democracia que no sólo promueva la participación a través de mecanismos indirectos como el voto o los referéndums, sino que además pueda aportar a la transformación de la sociedad en su conjunto y abandone el carácter anquilosado, delegativo o de baja intensidad de la democracia tal como la conocemos. De esta manera, Koenig afirma que es imprescindible que como pueblo logremos deshacernos de la colonialidad como patrón social y logremos una soberanía política que permita crear nuestras propias categorías políticas de acuerdo a nuestras experiencias.

A modo de conclusión, el autor señala que lo esencial para que se dé el traspaso de una democracia participativa a una plebeya es que el pueblo esté organizado –ya sea con liderazgos caudillistas, con organizaciones de cuadros o cualquier forma organizativa- y eso tiene que ver , rescatando la experiencia peronista, con la organización sindical y con las organizaciones libres del pueblo. Estos conceptos, que están muy presentes en Perón y en su trabajo sobre la Comunidad Organizada –del cual este año se cumple su 70º aniversario- son la clave para que la democracia no pierda calidad, no se transforme en un gobierno oligárquico y no sea, finalmente, una democracia delegativa; sino que se convierta en una herramienta capaz de contener la riqueza transformadora de las inquietudes populares para reflejarse en el espejo de una sociedad cada vez más justa, más libre y más soberana.

El debate que nos propone Marcelo a nivel teórico tiene su praxis en la región porque efectivamente la calidad de las democracias que hemos sabido conquistar luego de los procesos de dictadura son democracias de baja intensidad y con un decreciente nivel de participación popular. Por eso este libro es tan necesario y bienvenido, y es -sin duda- una contribución original, creativa, reflexiva sobre la experiencia que se ha desarrollado en la región y sobre la posibilidad de tener una democracia como él denomina plebeya, más participativa, más viva y con mayor capacidad de transformación. En conclusión, la máxima que podría resumir esta obra es la ya conocida frase de Raimundo Ongaro: “Solo el pueblo salva al pueblo”.

Una reflexión sobre los diez desafíos concretos que debe enfrentar la democracia 

Por: Marcelo Koenig.

La democracia contemporánea tiene una serie de retos históricos en la transición de democracia delegativa a democracia protagónica, para ello debe llevar a cabo su transformación profunda, capaz de articular el flujo de participación y justicia social para hacerlo rendir frutos en el cambio estructural, en la conformación de un Estado, cuya hegemonía esté en manos de los sectores populares. El conductor venezolano Hugo Chávez1 presentaba la cuestión en estos términos: “Ese es uno de los peligros que tenemos nosotros: que hablemos de la democracia participativa pero terminemos siendo otra cosa que cuerpos casi inertes de la misma falsa democracia representativa, que desconoce la soberanía popular, que expropia la soberanía popular, que atropella la soberanía popular”2.

Para que esto suceda, la democracia debe vencer una serie de obstáculos que le son propios en estos tiempos. Los hemos organizado para teorizarlo en diez desafíos, los cuales desarrollemos a continuación, sin tener en cuenta un orden de importancia. 

Primer desafío: La democracia debe constituir la flexibilidad institucional que permita que los sectores populares organizados sean instituyentes.

Un régimen democrático, en cualquiera de las formas que se lo conciba, tiene como característica importante un tipo de institucionalidad que permite el disenso. En la medida de su profundidad faculta la canalización de las diferencias sociales a través de la deliberación pública con capacidad para producir leyes e incluso nuevas instituciones políticas. 

La pregunta clave de cualquier democracia es a quién se le otorga la atribución de convertirse en instituyente. No estamos hablando de procedimientos propios para la creación de las normas, sino de la capacidad de construir el andamiaje institucional, del cual las normas son mero epifenómeno. Si consideramos a la democracia como un régimen político que habilita la disputa de sentido de la sociedad a través de la intervención colectiva, debemos ver cuál es el alcance de esta disputa. Si el terreno constituyente es sólo accesible para las minorías de privilegio, si la rigidez institucional únicamente sirve para defender la continuidad del statu quo, será una democracia restringida, en cambio, si la organización popular es capaz de transformarse en constituyente, estaremos ante una democracia plebeya y protagónica. 

El Congreso o Parlamento es, frecuentemente la institucionalidad a través de la cual transcurren los debates sobre las normas que determinan la convivencia de la sociedad democrática representativa. La determinación de los representantes por el voto (una persona, un voto) es su principio instituido. Esta es una condición necesaria pero no suficiente de una democracia. Lo mismo ocurre con la constitución formal que no deja de ser una norma, que por considerarla fundamental y estructurante, se requiere para su modificación una serie de mayorías (electorales o al interior del congreso) especiales.

Cuando el poder instituyente se impone desde afuera o lo determinan los sectores dominantes en base a su correlación con las fuerzas del sistema de dominación en desmedro del poder instituyente del pueblo organizado estamos ante democracias de baja intensidad. Por ejemplo, cuando el peso de la deuda externa es agobiante, los organismos multilaterales de crédito (FMI, Banco Mundial, BID, etc.) interfieren, con sus “recomendaciones” (siempre teñidas ideológicamente de neoliberalismo) que son condicionantes de la macroeconomía en la determinación del alcance de lo público cuando sus recetas hablan, por ejemplo, de privatizaciones. Estos organismos, en clara determinación desde afuera de la propia sociedad3, se convierten en instituyentes. 

El Congreso, institución más emblemática de la democracia, muchas veces, durante largos periodos se convirtió en la escribanía de las clases dominantes. La despolitización de las masas, la competencia partidaria desideologizada, la permeabilidad en formulación de proyectos de lobbystas de grupos económicos, pueden crear un escenario de simulación de autodeterminación. En una democracia participativa y protagónica, el parlamento representativo no puede ser la única instancia deliberativa e instituyente de una sociedad, a riesgo de ceñir la dinámica democrática. Si esto ocurre los partidos suelen terminar blindados a las determinaciones populares. 

El gran problema de la democracia es cuando considera que sus instituciones son perfectas e inamovibles por los siglos de los siglos. Ello se acentúa aún más con los sistemas rígidos de constituciones formales que ponen excesivos requisitos para su modificación. Así se produce el equívoco de confundir a las constituciones con los vinos de guarda, pensando que son mejores mientras más añejas sean. Por el contrario, cuando las reglas de juego, instituidas en base a una correlación de fuerzas sociales, jamás cambian; lo que generan es un anquilosamiento del bloque de poder dominante, que poco o nada tiene que ver con lo democrático, aunque se respete los procedimientos de elección establecidos en las normas. Eso lleva a que sean siempre los mismos, como sector, los que accedan al gobierno o que la posibilidad de los que accedan se vea condicionada de tal manera que nunca se produzca ningún cambio sustancial. Un régimen tal, más que un sistema democrático es, en sustancia, un régimen oligárquico. Ya Aristóteles había calificado a la oligarquía como el régimen de gobierno en manos de un pequeño conjunto de familias ricas y poderosas que se guían por sus intereses particulares en perjuicio -por lo menos relativo- de los intereses del conjunto de la población. 

Segundo desafío: Como venimos sosteniendo, es posible dudar del carácter democrático de un régimen donde las mayorías populares carezcan de un bienestar económico, que permita garantizar condiciones dignas de vida.

Nos referimos a que la democracia se materializa cuando la idea de los derechos humanos se extiende más allá del derecho al sufragio y a la vida, incluyendo los derechos sociales (seguridad social, trabajo, vivienda, etc.). No estamos hablando de la exigibilidad de estos derechos ante el poder judicial en función de las normativas vigentes, sino de una articulación de condiciones materiales básicas de vida con el ejercicio responsable de todos los otros derechos. Esto hace que los miembros de la comunidad sean plenos y participativos de la sociedad en la medida en que sus necesidades básicas estén cubiertas. Sólo de esta manera la igualdad de oportunidades va a ser algo más que un discurso vacío. El acceso a un buen vivir o la felicidad del pueblo tiene que ser el objetivo permanente de la democracia, aunque cuando las condiciones y concepción del mismo se vayan redefiniendo con el tiempo. La distribución justa de la riqueza socialmente producida es la única base posible de una verdadera democracia en este sentido.

El grado de calidad de una democracia no puede ser juzgado, como lo hace el liberalismo, por el equilibrio en el funcionamiento de sus instituciones, sino también por los procesos de creciente redistribución de la riqueza colectiva, de igualación de oportunidades y de conquista material del buen vivir de las mayorías populares. “Si la democracia que no es capaz de producir bienestar material para los ciudadanos más que democracia es un procedimiento electoral de renovación de gobernantes, y esto es justamente lo que muestra abiertos síntomas de agotamiento histórico” (García Linera, 2013b: 44). 

En palabras de Perón (1975: 22): “El gobierno libremente elegido sólo lo es por un pueblo libre de todo sometimiento extraño a su voluntad. No puede existir libertad electoral -que es la primera libertad política- en un pueblo que no sea socialmente justo ni económicamente libre”. 

Hugo Chávez, por su parte, en sus 7 directrices para la presentación del Proyecto Nacional Simón Bolívar sostiene: “A partir de la construcción de una estructura social incluyente, un nuevo modelo social, productivo, humanista y endógeno, se persigue que todos vivamos en similares condiciones, rumbo a lo que decía El Libertador: ´La Suprema Felicidad Social´”. 

La democracia se legitima a sí misma en la justicia social. Esta es una forma concreta de medir su verificación. En nuestro país, a lo largo del siglo XX, se dio una correlación entre el mejoramiento de las condiciones de vida del pueblo4 y la existencia de un régimen verdaderamente democrático (lo cual se dio en 1916-1930; 1946-1955 y 1973-1976, dado que los otros gobiernos elegidos por procedimiento electoral fueron realizados en base a la proscripción y exclusión electoral de las mayorías: 32-43, 58-62 y 63-66) mientras que, en las dictaduras cívico-militares, en general, estas condiciones se deterioraron. Esto empezó a cambiar con la caída de la dictadura genocida de 1976, el último golpe militar. A partir de allí, en todos los gobiernos democráticos desde 1983 hasta comienzos del siglo XXI, esta correlación entre democracia y un mejoramiento en el buen vivir de los sectores populares se quebró5. Esto fue una de las casusas de la profunda crisis de representatividad estallada en el año 20016. Una democracia en la cual aproximadamente el 60% de la población terminó bajo la línea de pobreza7, la mitad de esta cifra bajo la de indigencia y el 25% de la población económicamente activa se encontraba desempleada, es prácticamente imposible de ser considerada una verdadera democracia. 

Tercer desafío: Uno de los retos más complejos de las democracias es sostener los derechos de las minorías sin que esto escatime la decisión de las mayorías. 

La concepción procedimental de la cuestión democrática, tal como hemos visto, determina su calidad por el respeto de la institucionalidad8 de los derechos de las minorías. A esto se arribó por un camino histórico de limitación del absolutismo, pero sigue siendo una ponderación clave a la hora de comprender habitualmente a la democracia. Este es un valor insoslayable en el ejercicio de la libertad personal, sin embargo, muchas veces, es también utilizado como escudo de los privilegios. En otras palabras, el límite al respeto de la libertad de las minorías no es la libertad abstracta del Otro, sino que esa libertad no pueda ser ejercida en desmedro de los derechos de las mayorías. Un ejemplo concreto de esto es la concepción de la función social de la propiedad. La apropiación privada de los bienes es al mismo tiempo incentivo del desarrollo y base de la desigualdad propia del capitalismo. Si a esta se le pone diversos límites, desde el más extendido y aceptado combate contra toda forma de monopolios, hasta la función social determinada; desde la exclusividad de los recursos estratégicos en manos del Estado, hasta la propiedad comunitaria, etc.; se pueden alcanzar niveles aceptables de justicia social, en que el bien de las mayorías no se sustenta en la opresión de las minorías o el cercenamiento de sus derechos. La “calidad” democrática debe medirse en el equilibrio del respeto de los derechos de cualquier minoría a vivir la vida que elige y el de las mayorías a determinar el curso del conjunto de la comunidad. 

Cuarto desafío: En un país con extenso territorio la composición federal de las decisiones hace a la calidad democrática. De lo contrario podríamos caer en la zoncera referida por don Arturo Jauretche y repetida por la concepción porteñista: “el mal que aqueja al país es su extensión”.

En nuestro país el federalismo viene de la memoria de lucha de nuestro pueblo contra la imposición de un modelo eurocéntrico que situaba a la producción nacional en función de los intereses de una división internacional de la producción (y también del trabajo) organizada en favor de los centros de poder mundial de turno, especialmente de Gran Bretaña. El federalismo fue la bandera de las provincias/estados preexistentes a la nación argentina9 desde el punto de vista constitucional. Ese federalismo implicaba un proyecto de país con desarrollo endógeno proto industrial en las todas y cada una de las provincias que producían para un mercado interno, este proyecto era antagónico con el llamado modelo agroexportador, que terminó imponiéndose por la fuerza después de la batalla de Pavón. Las consecuencias de ello fueron el desarrollo macrocefálico de Buenos Aires, ciudad que como puerto era el enlace con el Imperio dominante en el intercambio desigual. 

Hoy ese federalismo significa la construcción de economías regionales sustentables humanamente y no sólo de lógicas de producción primario-extractivistas en función del mercado externo. Aldo Ferrer (1997) demostró con cifras concretas que la globalización actual, que es esgrimida para sostener que toda producción debe ser orientada al mercado externo, no es mucho mayor a la de principios del siglo XX. Las consecuencias tampoco han de ser distintas.  

Federalismo no significa fragmentación de las decisiones. “El federalismo y la unidad nacional no pueden estar reñidos entre sí. Es casualmente, la base fundamental de la unidad nacional, que el federalismo se someta a esa necesidad, sin renunciar a ninguno de los derechos que el federalismo acuerda a los estados, pero cumpliendo con la obligación de que se pueda defender a la patria chica defendiendo y honrando a la patria grande, que se pueda servir a la provincia sirviendo a la Nación y que si para ello es necesario un acuerdo de cualquier naturaleza y un sacrificio de cualquier orden hay que realizarlo por el bien del conjunto” (Perón, 1975: 46).

Pero el federalismo no puede reducirse a un permanente reclamo presupuestario para mantener hipertrofiados sistemas de empleo público de sueldos paupérrimos. Tampoco se trata tan sólo de una descentralización política sin partida presupuestaria, como lo hizo el neoliberalismo por ejemplo en la educación, anarquizando y desfinanciando el sistema educativo argentino, empezada en los golpes militares y culminada en los años 90 por el menemismo. Esto no es algo exclusivo de nuestro país, en toda América Latina, a partir de las reformas neoliberales, y con la legitimación de un discurso progresista -muchas veces aceitado con contratos de consultoría del Banco Mundial y otras instituciones internacionales o transnacionales-, se viene implementando una serie de modificaciones a la organización estatal que buscan descafeinar el poder del Estado, descentralizando un conjunto de competencias políticas, especialmente en el nivel municipal arguyendo la proximidad entre el agente gubernamental decisor y el supuesto beneficiario.

Para que se desarrolle el federalismo de la decisión es necesaria tanto la redistribución de los recursos como a la producción de los mismos. Y eso está en tensión con la necesidad de concentración del poder político y económico en la globalización, para enfrentar los grupos económicos transnacionales. 

En definitiva, no hay democracia, si esta no alcanza a todas las regiones que componen la geografía nacional, en base a la existencia de un modelo productivo y social sustentable para cada provincia, con una producción encarada, principalmente, a un fuerte mercado interno, que no puede estar concentrado únicamente en las grandes megalópolis (cada gran capital suele repetir el modelo de relación con el centralismo porteño respecto de las otras regiones que componen la propia provincia). 

Para romper la inercia propia de la macrocefalia es necesario una justa redirección de los recursos centralizados, vía infraestructura, vía políticas activas del Estado nacional, orientadas hacia la reconversión productiva sustentable, porque si no el federalismo es un lamento permanente de las provincias respecto del gobierno nacional. 

El federalismo también implica grados mayores de autonomía en las decisiones. La autonomía es un escalón por debajo de la independencia. Este escalón implica una figura institucional que reconoce en un territorio delimitado la construcción de una institucionalidad propia, pero dentro de un mismo Estado. De esta manera, la provincia, el estado o la región atiende a su propia administración por lo menos de una parte de los recursos sociales disponibles, responsabilizándose de las consecuencias de sus políticas públicas. La razón de ser de toda autonomía federal/territorial, lo constituye la cesión o la reserva de responsabilidades sobre materias específicas, que implican una desconcentración territorial de facultades y competencias políticas del Estado. Esto también puede, dependiendo cómo se la construya, ampliar la participación democrática de la sociedad en la toma de decisiones en determinadas áreas de la gestión pública del Estado. Es que el debate sobre el federalismo no es de carácter técnico/administrativo, sino de carácter político. La distribución de la decisión geográficamente, entonces, puede contribuir a la profundización o por lo menos a la extensión de la democracia, en materia de decisiones que hacen desde impuestos a la propiedad de la tierra, desde redistribución de recursos a reconocimientos políticos o también a la constitución de sistemas semi-feudales controlados por oligarquías locales.

Quinto desafío: La democracia requiere del debido respeto a la interculturalidad propia de los pueblos que componen el Estado. 

Es preciso distinguir este desafío del que planteamos respecto del respeto de los derechos de las minorías. Se trata de una reflexión (y sus consecuencias materiales) respecto de comunidades culturalmente diferentes, que puede ser minoría o también mayoría, como por ejemplo los pueblos originarios en muchos de los Estados latinoamericanos. En nuestra América esa interculturalidad se funda en la pre-existencia incontrastable de naciones originarias, pueblos que tienen su propia cultura, sus propias costumbres, sus propios ordenamientos normativos y su propia forma de practicar, incluso, la democracia. Y todo esto es debido respetar para una democracia que se precie de tal. Este desafío encuentra su límite en la aceptación de la diversidad no sea utilizada para erosionar la unidad a partir del reconocimiento de la diferencia.  

En el modelo europeo de construcción del Estado moderno, a éste se le asigna una función homogeneizante. Así como centraliza el protagonismo en una normalización abstracta y universalizada al interior, no reconoce ninguna diferencia cultural, y utiliza todos sus instrumentos para aplastarlas. Cuando en nuestra América se copiaron estos procedimientos, en función de la colonialidad del conocimiento, el Estado moderno se fue construyendo en términos racistas. El “gobernar es poblar” de Alberdi, en un tiempo caracterizado por el genocidio del gaucho mestizo y de los pueblos originarios, no significaba más que “gobernar es blanquear”, por eso es que todo el aparato institucional de nuestro país estaba orientado a facilitar la migración europea (de hecho, en nuestra constitución actual todavía está establecida esa diferenciación10). Partiendo de esta base la mayoría de los Estados latinoamericanos se construyeron sobre el racismo propio de la colonialidad del poder, tal cual la concibe el pensador peruano Aníbal Quijano.

En sociedades más complejas como las actuales, en donde pese al genocidio, la persecución y la negación siguen sobreviviendo pueblos originarios que preservan su cultura ancestral o una buena parte de ella, es absolutamente repudiable la idea de la europeización cultural, hecha en base a la lógica que LA civilización que marca la “evolución” de la humanidad es la noratlántica. Por ende, cualquier conformación democrática debe partir del reconocimiento de una base comunitaria cultural como principio de la reorganización del Estado, en donde se reconozcan prácticas culturales distintas y hasta un sistema de poder (incluyendo una justicia) no uniforme.

Uno de esos principios democráticos de reconfiguración del poder es el establecimiento de ámbitos territoriales en donde se pone entre paréntesis la estructuración legal estatal reconociéndoles una forma de ejercicio del poder distinto, en función de prácticas culturales que no son uniformes. Esta desconcentración de lo estatal se da a partir del reconocimiento de una base territorial, como el espacio de la redistribución de competencias político-administrativas descentralizadas. Los grados de autonomía cultural, social, económica, normativa parte de la existencia de comunidades -preexistentes-, que se conforman en una subjetividad cultural particular, sin considerarse desgajadas del todo estatal. 

La resolución para el abordaje de esta problemática desarrollada por la constitución boliviana de 2009 fue la idea de plurinacionalidad. La base de la que parte el Estado boliviano hace que la cuestión de los pueblos originarios no sea una problemática de minorías étnicas, sino realmente un problema democrático de mayorías: “En Bolivia, es por demás evidente que pese a los profundos procesos de mestizaje cultural aún no se ha podido construir la realidad de una comunidad nacional. En el país existen por lo menos 30 idiomas y/o dialectos regionales, existen dos idiomas que son la lengua materna del 37% de la población (el aymara y el quechua), en tanto que cerca del 62% se identifica con algún pueblo originario (…) es por demás claro que en Bolivia, en rigor, coexisten varias de nacionalidades y culturas regionales sobrepuestas o moderadamente articuladas” (García Linera, 2013b: 70).

En ese país, hasta el advenimiento de Evo Morales, el primer presidente americano cuya ascendencia completa es de pueblos originarios, el racismo siguió funcionando como forma de articulación estatal, un ejemplo de ello nos lo relata su vicepresidente: “el Estado es monolingüe y monocultural en términos de la identidad cultural boliviana castellano hablante. Esto supone que sólo a través del idioma español la gente obtiene prerrogativas y posibilidades de ascenso en las diferentes estructuras de poder económico, político, judicial, militar y cultural del país. Pese a una presencia mayoritaria de procedencias culturales indígenas rural urbanas, la ´blanquitud´ somática y cultural es un bien perseguido por todos los estratos sociales, en la medida que simboliza el ascenso social y se constituye en un plus simbólico que contribuye a ubicar a los sujetos en una mejor posición en los procesos de enclasamiento y desclasamiento social (…) Bolivia tiene aproximadamente ocho millones de habitantes; de ellos, un poco más de cuatro millones tienen como idioma materno el aymara o quechua o son bilingües con el castellano. Sin embargo, ninguna repartición pública, instituto de enseñanza superior o puesto de jerarquía económica, política o cultural tiene a los idiomas aymara o quechua como medio de comunicación oficial (…) Esto es precisamente lo que sucede en Bolivia, donde pese a que cerca del 45% de las personas tiene como idioma materno una lengua indígena y el 62% se autoidentifica como indígena, existe un mercado lingüístico jerarquizado en torno al castellano, un mercado laboral estratificado étnicamente, las funciones públicas son monoculturales y la etnicidad mestiza castellano-hablante tiene la función de un capital que ayuda a producir los enclasamientos sociales” (García Linera, 2013b: 71/73/75).

La solución constitucional de esta cuestión fue la declaración del Estado boliviano de su carácter plurinacional. En tanto comunidad política que se reconoce compuesta por múltiples pueblos, y se piensa como construcción colectiva en la que las diversas identidades étnico-nacionales excluidas son reconocidas en sus prerrogativas y poderes en tanto nacionales y componentes de la unidad estatal. “El Estado Plurinacional no es un tema de debate meramente intelectual, aunque sí tiene su vertiente intelectual, es un tema de hecho práctico, de realidad. Cómo nos sentamos juntos e iguales mestizos, aymaras, quechuas, guaraníes, mojeños, trinitarios, sin que ninguna cultura se sienta superior a la otra: ésa es la plurinacionalidad. Éste es el primer núcleo del eje del nuevo Estado: un bloque de poder histórico construido a partir del ensamble de varias matrices culturales, lingüísticas, históricas, que dan lugar a un bloque de poder plurilingüístico, pluricultural. Y si ése es el núcleo del Estado, entonces éste tiene que ser plurinacional (…) Tenemos entonces un ensamble de clases sociales diferentes y de interés colectivo diferentes, pero también un ensamble de civilizaciones distintas. Cada civilización es una institución, ése es el segundo componente del Estado Plurinacional, la amalgama, la articulación, el ensamble de una diversidad de lógicas organizativas de la sociedad, la nueva Constitución lo dice en varios lugares” (García Linera, 2009: 12/13).

Mediante el reconocimiento de diferentes formas de autogobierno las distintas culturas pueden hallar un espacio institucional de validación y desarrollo. El autogobierno significa no establecer una única forma institucional, sino que cada comunidad tenga su propio sistema de instituciones políticas capaces de reconocer las prácticas culturales de la colectividad (el idioma, la vestimenta, los hábitos, etc.) y crear un campo de competencias administrativas, económicas y culturales basadas en las identidades particulares. En definitiva, reconocer la existencia de una cultura no es un mero enunciado del progresismo y tolerancia, sino otorgarle poder de su propia autodeterminación, en un marco autonómico. Sin poder de conducción de la comunidad que va desde el derecho (por ejemplo, las distintas formas de propiedad) hasta la elección de sus autoridades de acuerdo no a una democracia con formas occidentales, sino de acuerdo con sus tradiciones comunitarias.

Álvaro García Linera (2013b: 76) fundamenta esta original solución constitucional boliviana: “El debate sobre la democracia multinacional busca rebajar un demos no como ´nación política´ sino como ´comunidad política´, por tanto susceptible de ser producida como articulación multicultural o multinacional de una sociedad culturalmente plural. Cuando se confunde demos con ´nación política´ lo que resulta es un tipo de etnocentrismo que atribuye valores universales a los valores, saberes y prácticas particulares de la cultura dominante (…) Lo que la multinacionalidad estatal hace es desmonopolizar la etnicidad del Estado, permitiendo a las etnicidades dominadas y excluidas compartir las estructuras de reconocimiento social y de poder político. Un modo de iniciar la resolución del desencuentro entre pluralidad cultural de la sociedad y monopolización étnica del Estado reside, precisamente, en emprender procesos de reconocimiento asimétricos y diferenciados de identidades nacionales y étnicas a escala macro y regional)”.

Si bien consideramos correcto el encuadre que le da García Linera a la plurinacionalidad como solución particular de Bolivia a su carácter multiétnico, nos preguntamos si estamos ante una pluriculturalidad (como establece la constitución bolivariana de Venezuela de 199911) o ante una plurinacionalidad (como lo hace la boliviana de 2009). Lo que para el pensador boliviano es “comunidad política” es para nosotros nación, como identidad colectiva que contempla la diversidad. La idea de nación en América, a diferencia de su versión (y experiencia) europea no debiera ser excluyente de lo diferente culturalmente. 

Hay que pensar bien la articulación de la multiculturalidad con la nacionalidad. Se trata de una idea de nación como identidad comunitaria que no implique homogeneidad cultural: Una identidad puede comprender la diferencia. Para que esto ocurra, no hace falta plantearlo en términos de multinacionalidad, aunque es justo reconocer que esto es una manera de demostrar respeto por las formas nacionales originarias que son preexistentes. Sin embargo, no todas las identidades culturales son reconocibles como nación, pero todas deben ser contempladas y respetadas como pluralidad cultural.

Es acaso la fórmula boliviana de la plurinacionalidad, tal como lo presume también García Linera, interesante para pensar el proceso de integración y unidad latinoamericana. Sin embargo, también en este plano podemos reconocer una identidad nacional única pero diversa. En el marco de esta identidad nacional americana se dieron las guerras por nuestra independencia respecto del imperio español. Esto no sólo es pasado, si no también destino. Es decir, no creemos que haya destino de liberación posible si no es a partir de la unidad de nuestra América. 

Lo central en este tema es el reconocimiento del punto común como unidad, de la existencia de una común unidad (comunidad) y también que esto no sea unido a partir de la homogenización compulsiva sino a partir del reconocimiento de las diferencias culturales. En definitiva, el reconocimiento cultural puede asumir varias formas, como el Estado con autonomías culturales expresamente establecidas o el Estado multinacional como lo entiende la constitución boliviana. 

Es claro que uno de los desafíos de una institucionalidad democrática es el reconocimiento de la diversidad institucional y de prácticas de los pueblos originarios. Lo interesante del caso boliviano es que los niveles organización popular del mundo aborigen y campesino, como pueblo organizado terminó imponiendo en el más alto rango legal, esto es la constitución del Estado boliviano, el reconocimiento de sus prácticas cultuales, sociales y políticas, cambiando así una institucionalidad que llevaba por lo menos instalada desde los tiempos de la independencia. Este es un buen ejemplo de cómo funciona la cuestión de la democracia plebeya, tal como la entendemos: el pueblo organizado y sus luchas, sus alianzas y sus estrategias de poder, culminan en un proceso constituyente que transforma la institucionalidad del Estado, a través de la conformación de un nuevo bloque de poder hegemónico. 

Sexto desafío: Es muy difícil establecer un sistema democrático sin control o determinación en lo económico de la renta extraordinaria (sin eso es difícil que se pueda distribuir la riqueza)

La democracia también implica una discusión de qué tiene que hacerse, cómo se distribuye y quién controla la renta extraordinaria, aquella producción en la cual el país tiene una ventaja comparativa y competitiva respecto de su generación para el mercado externo. Si lo hace el Estado y de ello construye políticas de redistribución directa o indirecta para los sectores populares entonces será mucho más democrático. Un ejemplo de esto fue en la época del primer peronismo la creación del IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio). Este era una forma de participación colectiva en la renta agraria extraordinaria, a través de la nacionalización del comercio internacional de granos. Desde aquí fue posible financiar un proceso de diversificación productiva que rompía con la división internacional del trabajo, instalando una estrategia de industrialización en nuestro país. 

No es el único ejemplo, podemos tomar también el caso boliviano: “Cuando una sociedad pasa a controlar de uno a tres dólares de cada cuatro que genera la principal fuente de exportaciones del país (en nuestro caso los hidrocarburos), estamos, primero, ante una modificación en los mecanismos de control y apropiación del excedente y, con ello, de la estructura de poder económico de la sociedad. Esto es justamente lo que sucedió con los decretos de nacionalización del 1 de mayo de 2006 y de la misma fecha en 2008, y la firma de los contratos de producción con las empresas extranjeras. De manera inmediata, los ingresos estatales pasaron de cerca de 677 millones de dólares retenidos anteriormente por el Estado en 2005, a 2.100 millones de dólares en 2008 y a 2.329 millones de dólares en 2009. Y dado que la totalidad del sector hidrocarburífero participa con algo más del 48% de las exportaciones nacionales, estamos ante una sustancial retención nacional/estatal del excedente económico, que modifica estructuralmente la relación de la sociedad boliviana, mediada por el Estado, con el capital global” (García Linera, 2013b: 98). 

El control de la renta extraordinaria le permitió a Bolivia financiar las políticas de inversión de capital para lograr una política expansiva de la inversión productiva y un crecimiento sostenido, por encima de todo el resto de los países latinoamericanos y ganar autonomía nacional deshaciéndose de los programas de ajuste exigidos por los organismos internacionales, como el FMI, a aquellos países que terminan acudiendo a sus prestamos por problemas financieros. 

Séptimo desafío: una democracia requiere del rol económicamente activo del Estado.

En contraposición con las ideas neoliberales que plantean la existencia de un Estado mínimo, o para ser precisos un Estado que garantiza (a través de su faz represiva o cualquier otra) el libre desarrollo del capital, la democratización requiere del Estado un papel activo en lo económico, que funcione no simplemente como un control de la formación de monopolios u oligopolios, sino que también asuma el control exclusivo de los recursos estratégicos, claves para generar el desarrollo nacional. 

Durante años los medios masivos de comunicación12, sostenidos por los grupos económicos, han contribuido a instalar que el Estado debía apartarse formalmente de la actividad económica para dar paso a la iniciativa privada. En las facultades de economía, hegemónicamente se enseña a la teoría ortodoxa del capitalismo como única forma de organizar la relación social con los bienes y los servicios, y cuando se enseñan ideas heterodoxas, son como el keynesianismo, una forma atemperada de ese capitalismo para morigerar los efectos negativos del libre desenvolvimiento del capital concentrado. En esa lógica toda intervención del Estado en aspectos económicos es una intromisión no deseada, porque éste, en el mejor de los casos, sólo debe tener actividad regulatoria. El mercado, pasa a ser un dios mágico con el que se pueden curar todos los males, si se lo deja actuar libremente, u ordenadamente. El mito del mercado parte de la idea que la iniciativa privada es la mejor forma de alcanzar la eficiencia y el rendimiento requerido para desarrollar las capacidades productivas. A estos se asocia la idea que el Estado es un mal administrador. Y finalmente se llega a la conclusión que la planificación económica del Estado es la mayor de las herejías. 

El Estado democrático es el que reserva para sí una serie de exclusividades13, ya sea permitiéndose intervenir regulando la maximización de ganancias que es el único objetivo lógico de los agentes económicos, sea por intermedio de la planificación y el control de recursos neurálgicos dinamizar con una estrategia el desarrollo económico y sobre todo hacerlo con un criterio que permita una más justa redistribución de la riqueza. 

El machacante discurso antiestatista, centrado en lo económico, sirvió de base para las privatizaciones de los bienes o servicios públicos, en donde los grupos económicos transformaron las exclusividades autoimpuestas por el Estado en beneficio de la comunidad, en monopolios que operan en beneficio del capital. 

En las recetas de los organismos multilaterales de crédito para los países periféricos siempre pueden encontrarse la presión para que las reservas, inversiones y conocimientos realizados por el Estado (no solamente los activos de las empresas sino sus conocimientos acumulados, decisivos para un buen desempeño económico) sean transferidos al monopolio privado. De esta manera se pone a las principales fuentes de recursos por fuera del alcance de la decisión democrática. Cualquier proceso de democratización real y de justicia social requiere de todo lo contrario, de una incorporación al acervo de la decisión pública de recursos que la sociedad considera estratégicos. 

Un ejemplo de este rol activo estatal lo podemos tomar de Bolivia, el país de mayor crecimiento en la segunda décadas del siglo XXI. El Estado boliviano, es el principal “empresario colectivo”. En tan sólo los cuatro primeros años de Evo Morales, su participación en la totalidad del Producto Interno Bruto (PIB) fue incrementado de 15% en el año 2005, a 31% en el año 200914.

Así explica la estrategia de su gobierno su vicepresidente: “Nuestro objetivo es un Estado que intervenga puntual y selectivamente en los núcleos modernos de la producción del excedente estratégico del país, y a la vez, que inyecte o transfiera tecnología, recursos, infraestructura, financiamiento a los otros bolsones, ejes, espacios de economía tradicional no capitalista, semi capitalista, semi mercantil, artesanal y comunitaria. Al final, quien lleve el liderazgo de todo el proceso será evidentemente el Estado, sin obstruir la actividad económica, sino despertando sus potencialidades internas, empujando su propio desarrollo interno” (García Linera, 2013b: 99).

Esto pasó también de modo contundente con el primer peronismo15 y, también, aunque en menor proporción, con los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner (porque todavía estaba fresca en la sociedad la instalación en el sentido común el antiestatismo fogoneado por el neoliberalismo desde los tiempos de la última dictadura cívico-militar16). Sin embargo, se nacionalizaron los fondos jubilatorios, y varias empresas como Aguas Argentinas, y el 50% de la estratégica petrolera nacional YPF (durante el primer gobierno de Cristina Fernandez de Kirchner). 

La intervención económica del Estado en la democracia integral no sólo debe redireccionar recursos a sectores productivos con mayor intensidad de la mano de obra (cuestión fundamental en estos tiempos de exclusión del empleo de la globalización), sino también en un proceso redistributivo de la riqueza que contemple una reformulación del carácter absoluto de la propiedad. Esto es fundamental en la configuración de un nuevo bloque de poder hegemónico que le ponga su impronta al propio Estado, dotándolo de sentido y direccionalidad en beneficio de las mayorías. 

En resumen, haciendo pivote en el Estado se puede construir un bloque económico productivo y a éste hay que vincularlo de alguna manera con un nuevo sistema de relaciones económicas no basado en el consumismo17. El Estado también es parte de la solución con un tramo de la economía en términos de reciprocidad y no de competencia. Por ejemplo, alentando formas cooperativas por sobre la brutal competencia mercantilista. 

Octavo desafío: La voluntad democrática tiene que superar los condicionamientos de la burocracia y la tecnocracia en las decisiones del Estado. 

Una de las características propias del Estado es la conformación de una estructura político-administrativa que, en principio, es la única forma que la voluntad concentrada de la decisión se pueda implementar. Estas estructuras burocráticas nunca arrancan desde cero, siempre se van acumulando en el aparto del Estado, que tiene en su continuidad una de sus lógicas de estabilidad. Las viejas estructuras de la burocracia se van sedimentando en el Estado como capas geológicas, que si alguien se dedicara a estudiar en profundidad podría descubrir a que período político pertenecen, cuáles son sus objetivos, sus límites, aunque en realidad, con el tiempo de decantación tienden a parecerse a sí mismas más allá de la etapa de la cual procedan. Las resistencias y las inercias de la burocracia estatal es un escollo a vencer, en el proceso de despliegue de la voluntad democrática de transformación, mucho más difícil -por cierto-, a veces, que la estructura jurídico legislativa. Es que la burocracia también funciona como la forma más eficaz de empantanar las decisiones y las iniciativas políticas. 

El general Perón, en su comprensión de esta problemática, llega a hacer una particular separación entre el gobierno y el Estado. Dice: “El gobierno es una pequeña parte del Estado. El Estado está formado por un sinnúmero de organismos y sectores que el gobierno debe dirigir permanentemente” (Perón, 1975: 49). El gobierno, es considerado así, el núcleo de la decisión política: “El organismo estatal, para mí, está formado, en sus dos escalas fundamentales, por el Gobierno y por la organización del Estado. El Gobierno concibe centralizadamente y la organización estatal lo realiza descentralizadamente” (Perón, 1975: 53).

Este aparato burocrático con funciones y misiones específicas, designadas en instrumentos jurídicos, pero mucho más constituidas en una práctica en el tiempo, no responde tanto a órdenes de funcionarios políticos -que suelen cambiar con relativa rapidez para la larga vida decisional de la burocracia-. En última instancia, esa burocracia asentada en el tiempo termina respondiendo a madeja de intereses, lealtades, compromisos y necesidades tanto sea de sus propios componentes, de la misma forma en que son permeables a operaciones, más sutiles o más rústicas de lobbystas y operadores políticos. “Actuada por una jerarquía/maraña de funcionarios, normas, instituciones y órganos, en la práctica el aparato y el cuerpo de personas de la burocracia propone y dispone tanto o más que el ejecutivo y el legislativo electos por la ciudadanía, desde que no sólo canaliza a su manera lo que éstos han decidido sino que también inicia, decide y contradice por sí, por su propio lado, originalmente” (Strasser, 1995: 37). 

Al principio de cada gestión, luego de un cambio de elenco gobernante, se repite la escena de un funcionario político intentando ejercer su derecho democrático a la decisión política, frente a la convicción de la burocracia estatal que cree que el recién llegado o no entiende nada del tema o se equivoca en el cómo debe abordarse la cuestión. Y muchas veces, pueden tener incluso razón. Aunque, en realidad, se trata de una actitud refleja de la burocracia (mucho más soberbia si es tecnocrática) que se parapeta detrás de su carácter técnico y “apolítico”. ¡Cómo si la vía de ingreso en el Estado no fuera siempre la política18 y el Estado no fuera el lugar central para que la política legitimada democráticamente se despliegue!.

Las capas geológicas de la burocracia, escudadas en el cómo deben hacerse las cosas -saber adquirido por continuidad de los hábitos de ejercicio o por la formación académica- se transforman con mucha facilidad en una máquina de impedir19 que estas cambien. La administración estatal -en concurrencia de las políticas conservadoras- fueron creando una infinidad de procedimientos que dilatan y anulan por cansancio la realización cambios en la estructura estatal. Esto sin considerar las estrafalarias recetas importadas de la organización empresarial, generalmente recurridas por los neoliberales, que quieren aplicar criterios de eficiencia de las empresas privadas a la estructura estatal. Estas políticas, a las que de un modo general se las intenta legitimar con el nombre de “modernización”, suelen ser el modo cortes y agradable de practicar ajustes y achicamientos, reducción de presupuestos y objetivos en las políticas públicas. ATE, la asociación de trabajadores del Estado en nuestro país ha acuñado una consigna interesante frente a las constantes reducciones y ajustes: “no sobran empleados en el Estado, faltan políticas públicas”. 

La democracia protagónica como constituyente transformadora está siempre destinada a colisionar, aunque no necesariamente a ser derrotada por herencia de las trabas y la mentalidad perezosa y dilatoria de niveles intermedios de la administración pública de un Estado acostumbrado a mantener anquilosada la correlación de fuerzas. Una buena parte del trabajo instituyente del pueblo y su organización tiene que ser necesariamente sostener las iniciativas frente a una estructura burocrática que mantiene el statu quo por acción u omisión, por cumplimiento de reglamentos y procedimientos ministeriales, por falta de capacitación de los funcionarios intermedios o también de los políticos designados. Y esta tarea está íntimamente relacionada con la formación política de los cuadros designados en cargos políticos, pero también de todos los trabajadores del Estado. Otra tendrá que ver con la templanza de aquellos que sean parte del equipo político de gobierno. Destrabar y remontar decepciones, patear escritorios y desmantelar quioscos de corrupción (en pequeñas o grandes escalas), desanudar complacencias con grupos de interés del otro lado del mostrador, son algunos de los múltiples desafíos de una democracia integral, para que prevalezcan los intereses populares. 

Ya Max Weber, uno de los mayores estudiosos de la importancia política en el manejo del Estado de la burocracia, habló de su pathos como “una jaula de hierro”. Para sortear esta jaula de hierro, muchos gobiernos revolucionarios han tenido que recurrir a políticas para-estatales. Un ejemplo de ello, fueron las misiones venezolanas20 que duplicaron y paralelizaron funciones del Estado con el objetivo que llegue, sobre todo a quienes más lo necesiten, las políticas públicas. Otro ejemplo histórico fueron las funciones sociales emprendidas por la Fundación Eva Perón, que transformó las medidas de ayuda directa sin ser parte del organigrama estatal.

En este punto nos metemos con otro tema delicado, que se puede diferenciar conceptualmente de las resistencias de las burocracias estatales (aunque en la realidad se encuentra entremezclado), y es la concepción que el Estado debe manejarse con criterios tecnocráticos.

La tecnocracia refiere a cuando las decisiones políticas propias del gobierno las desarrollan técnicos y expertos. La tecnocracia es en sí misma elitista por definición, plantea que las decisiones únicamente pueden estar en manos de “los que saben”. Los rangos altos y medios altos del Estado están poblados por esta fauna que supone que su saber es estrictamente neutro, que puede servir tanto para un proyecto nacional y popular, como para uno neoliberal (aunque en general por defecto de su formación tienden más a coincidir con este último).

El propio politólogo norteamericano Robert Dahl, insospechable de posiciones revolucionarias, aclara cuales son las dos cuestiones centrales que ponen en tela de juicio la tecnocracia. “En primer término, la especialización requerida para adquirir un alto grado de conocimiento experto hoy constituye un límite por sí misma, ya que el especialista es siempre especialista en algo, o sea, en una materia o tema y por fuerza ignora los restantes” (Dahl, 1991: 88). Las decisiones políticas implican una comprensión siempre mucho más holística, más estratégica, en conclusión, más política. Lo central como crítica a los tecnócratas como constructores de políticas públicas es que “en muchísimas cuestiones, los juicios instrumentales dependen de supuestos que no son estrictamente técnicos, ni científicos, ni siquiera rigurosos. A menudo estos supuestos reflejan una suerte de juicio de valor” (Dahl, 1991: 88). Por eso es que, a menudo, los tecnócratas se terminan contrariando con el mundo porque no se amolda a sus criterios de funcionamiento, a sus pautas de cómo debería ser la conducta racional de las personas, que en no pocas ocasiones (vía colonialidad del conocimiento) están formulados a partir de una experiencia extraña traspalada a estas tierras. 

Formada en las universidades, esta tecnocracia, se considera a sí misma una aristocracia del conocimiento, sin siquiera preguntarse quién y para que se produce ese conocimiento, sobre todo en ciencias relacionadas con lo humano. La burocracia tecnocrática se plantea como apolítica y aideológica y apenas si es apartidaria. No hay ni ciencia y conocimiento químicamente puros y no contaminados por la propia política, entendida en su sentido más profundo. La formación técnica desnuda sus límites ante las decisiones políticas. Esta tecnocracia es, además, quien mejor expresa en la conducción del Estado los déficits y la colonialidad de la formación académica.

En definitiva, ejercer efectivamente la democracia es un proceso complejo que requiere tanto de paciencia y perseverancia como de comprensión política y técnica. Si entendemos a la política como una disputa de intereses, no es lo mismo aplicar la técnica instrumental para un lado que para otro. Asimismo, si entendemos la estructura estatal de una sociedad compleja como ámbitos de decisiones específicas, no alcanza con la comprensión política, sino que además hay que tener los saberes técnicos que permitan resolver los problemas concretos.

Noveno desafío: El ejercicio de la democracia también implica superar los condicionamientos de las estructuras partidarias.

Ya Michels a principios del siglo XX hablaba del poder oculto de determinación de las oligarquías partidarias. La democracia, en la medida de su concepción procedimental, puede terminar con sus decisiones controladas por un puñado de personas con poder en las cupulas partidarias. 

Las estructuras partidarias no sólo deciden los candidatos, sino, también, son un mecanismo fundamental del sostenimiento y/o instalación de burocracias estatales intermedias (que en general defienden el statu quo). Los equipos técnicos de los partidos suelen ser más bolsas de empleo que se forman revoloteando en torno a dirigentes partidarios, que equipos donde se debatan y se formulen proyectos y alternativas para la transformación de la sociedad y el Estado.

Un defensor de la democracia procedimental de partidos como Carlos Strasser (1995: 39) la define así: “La partidocracia es el régimen monopolizado por uno o más partidos políticos con exclusión o tendencia a la exclusión de otros actores y como independizado de la ciudadanía que los vota”. 

Uno de los principales riesgos es a la conformación de burocracias partidarias, que como decía John William Cooke, son las que terminan apropiándose de la estrategia del enemigo, es decir, son aquellos sectores que, por conservar los pequeños o grandes privilegios de vivir de la política, terminan siendo enemigos de cualquier cambio, defensores del mantenimiento de los procedimientos existentes, resistentes al trasvasamiento generacional y a las actualizaciones doctrinarias. De esta manera, puede explicarse como partidos que comenzaron con una impronta revolucionaria como el PRI mexicano o el PJ en Argentina, pudieron, en las últimas décadas del siglo que los vio nacer, convertirse en el instrumento del oligárquico proyecto neoliberal (con Salinas de Gortari y Carlos Menem). Muchas veces, los altos ingresos alcanzados por los sueldos de funcionarios de alto rango, la apertura de negocios que estos puestos conlleva, o simplemente el enriquecimiento por corrupción, son generadores de un modo de vivir de dirigencias partidarias que los separa cada vez más de aquellos sectores que originariamente supieron representar. Esto funciona no pocas veces como un elemento de moderación ideológica y de conservadorismo político, que conducen a una la mirada elitista.

Sin embargo, estas oligarquías partidarias van cediendo peso no en la medida del avance de la militancia y la participación política popular, sino en base al desprestigio de los partidos y la indiferencia frente a la política. Es así que los nucleamientos neoliberales suelen despreciar la estructura partidaria viéndola como una carga. Crean partidos ad hoc en torno a candidatos, su vida se restringe al hecho electoral, y que sólo tienen vida con exiguo personal que se maneja con criterios empresariales, donde el núcleo principal está conformado por los expertos de comunicación y marketing electoral.

Dentro de esta desviación partidocrática debemos también situar al electoralismo. Esta es una enfermedad particular de los partidos que hace darle más importancia al hecho de la compulsa electoral que al proyecto de gobierno. En ese caso las encuestas prevalecen por sobre los principios y los programas. Y es, en esta forma, como suelen aparecer candidatos cuyo conocimiento público no se debe a la política, sino a su acción en otros ordenes de la vida, fuere el artístico, el científico, el deportivo, etc. Los candidatos mediáticos, sin conocimientos ni experiencia política son vistos, muchas veces, por el electoralismo como un atajo para la consecución de su objetivo último que es la construcción de una serie sucesivas de victorias electorales, con prescindencia de cuál es el resultado del ejercicio de las cuotas de poder, pequeñas o grandes, que de estos resultados devengan. En estas prácticas se van relegando los dirigentes con mayor capacidad o conocimiento de la política o de la gestión por aquellos que dan mejor en los medios masivos. Y una cosa no necesariamente tiene que ver con otra. 

Décimo desafío: Un reto, acaso el más importante de todos es superar la enorme influencia de los poderes económicos. A lo largo del texto hemos abordado la determinación económica de la democracia delegativa. En la medida de la concentración del capital y con su transnacionalización, los condicionamientos que se imponen a la decisión democrática se hacen cada vez más grandes. No vamos a redundar en detalles porque es más que notorio que uno de los condicionamientos fuertes de la democracia pasa por lo económico. 

Un apartado que en otro tiempo hubiese estado entre los principales desafíos es la relación entre la democracia y Fuerzas Armadas. Hoy consideramos que las FF.AA. y de seguridad no son un problema de la dimensión que alcanzaron a ser durante el transcurso del siglo XX, en el cual los militares, no pocas veces se convirtieron en el brazo ejecutor de los intereses de las clases dominantes y el imperialismo. Como han insistido gran parte de los especialistas sobre el tema en tiempos de la transición democrática, es muy importante para la democracia el ejercer efectivamente el control civil y, sobre todo, la dirección política de las fuerzas armadas y de seguridad, a través de las cuales el Estado ejerce el monopolio de la fuerza.

La experiencia indica que el proceso de integración a la vida democrática de las Fuerzas Armadas no alcanza con mezclar con la formación en instituciones de la sociedad civil ni con introducir elementos de derechos humanos en el recorrido curricular de la formación castrense. Es preciso incluirlas en un proyecto nacional del que estén convencidos, y en el que estén contenidos. Es decir, en el proyecto nacional los militares deberán tener un rol particular (no el general de la defensa en abstracto) que las dignifique como miembros de la comunidad.

En realidad, lo que es menester realizar es transformar el contenido de concepción de la defensa. Si bien la vetusta doctrina de la seguridad nacional, de nefasta influencia, ya no tiene preponderancia; ésta se recicla en las impetraciones de las guerras asimétricas y contra el terrorismo y narcotráfico. En la experiencia de los países latinoamericanos que incluyeron a los militares en esta lucha no sólo fue ineficiente, sino que tuvo consecuencias desastrosas, aunque esto se disfrace. 

Es preciso romper con la lógica armamentista y las operaciones por líneas internas basadas en la discusión del presupuesto. Es preciso hacer crecer a dicho presupuesto, pero no para que se vaya en las armas sino en la ocupación y defensa estratégica de nuestros recursos naturales. Preparar a las Fuerzas Armadas en la defensa nacional de los recursos estratégicos, y ejercitar la soberanía en su aprovechamiento concreto. Por ejemplo, la industrialización de algunos de esos recursos estratégicos como el litio, cada vez con más utilización en las baterías desde celulares hasta autos, puede ser una punta interesante.

De la historia argentina podemos recoger el papel industrialista de las Fuerzas Armadas han tenido a mediados siglo, reproduciendo la lógica de la doctrina de la defensa nacional como nación en armas. No se trata de volver a viejas doctrinas, sino repensar las mejores experiencias con los mejores frutos. 

Otra de las cuentas pendientes en relación a los militares es transformar (o profundizar la transformación que se viene dando) de clase de las Fuerzas Armadas. Primero romper el sistema de castas entre oficiales y suboficiales. No obstante, es preciso aclarar que la composición de clase no garantiza una política distinta. Ésta hay que construirla basada en una doctrina de lo nacional. Por ejemplo, la composición de clase de las fuerzas policiales, en general, son una demostración que aun cuando se provenga de los estratos más humildes se puede también ser funcional a doctrinas que entienden a las fuerzas de defensa y seguridad como instrumentos represivos. El centro, como siempre, está en la matriz política. Porque, aun cuando las FF.AA. hayan dejado de ser una amenaza para la democracia, se puede dar un paso adelante. Como por ejemplo en algunos casos de gobiernos populares, como en Bolivia21 y Venezuela, el compromiso nacional de los militares han sido de primer orden en el sostenimiento del sistema democrático.  

Notas al pie

  1. Citado por Azuaje Reverón (2017). ↩︎
  2. El comandante Chávez plantea críticamente sobre el proceso de democratización: “un gobierno encerrado en cuatro paredes tomando decisiones basado en la representación que un pueblo le dio, expropiándole al pueblo la soberanía, es contrarrevolucionario. No se puede superar ese dilema sin fortalecer instrumentos institucionales para la transición. En definitiva, la representación no puede actuar como un freno para la participación protagónica. Al contrario, la participación debe asimilar en su metabolismo a la representación”. ↩︎
  3. “Aunque los funcionarios de estas estructuras superiores, como la Organización Mundial de Comercio y el Fondo Monetario Internacional, no son elegidos por ningún ciudadano, su poder de decisión sobre los asuntos nacionales es muy superior al de cualquier representante del pueblo, democráticamente elegido” (Heinz Dietrich, 2003: 69). ↩︎
  4. El mejoramiento de las condiciones de vida no significa que la justicia social no siguiera siendo una aspiración, ni tampoco que había acabado con sus antagonistas. La base de poder de la oligarquía quedó incólume y con ella el peligro latente, que siempre se convirtió en efectivo, para terminar con la equidad en la redistribución de la renta, impidiendo el gobierno del Pueblo y para el Pueblo y sus futuras conquistas dentro de los márgenes de la democracia formal. ↩︎
  5. A fuerza de ser rigurosos el quiebre se produce antes de la dictadura de Videla, esto es en 1975 con el Rodrigazo, que fue la primera batería completa de medidas neoliberales decididas por un gobierno elegido democráticamente. ↩︎
  6. Déficit de la democracia delegativa resulta, en última instancia, un régimen de gobierno subordinado absolutamente al Capital financiero. Pero su crisis es también impulso de la insurrección autónoma de la multitud, en ejercicio de su poder destituyente desplegado en las calles; poniendo los heridos, muertos y héroes; las asambleas populares (mayormente de los barrios porteños), el centenar de empresas recuperadas por sus trabajadores (a partir de la huida o el vaciamiento de los patrones) y también un rol importante tuvieron los miles de compañeras y compañeros que integraban los diversos MTD (Movimiento de Movimientos de Trabajadores Desocupados) permanentemente movilizado en luchas por condiciones dignas de vida. Todo ello condujo a una crisis orgánica en la institucionalidad fijada por el Pacto de Olivos y la reforma constitucional de 1994. Sin esta insurrección y su deriva organizativa probablemente no hubiera existido la posibilidad del kirchnerismo. ↩︎
  7. Según datos del Indec del año 2002. ↩︎
  8. “Hay distintas maneras de interpretar el desarrollo de los procesos de democratización de la sociedad boliviana. Una de estas interpretaciones, que estuvo en boga a fines del anterior siglo, es la ´modernización política´. Esta interpretación analiza las características de la democracia a partir del cumplimiento de la construcción de instituciones democráticorepresentativas sobre la base de la consolidación de los derechos civiles y políticos, la división constitucional del Estado en tres poderes y la limitación del gobierno por esos derechos de ciudadanía. Se trata, ciertamente, de una vertiente de la interpretación procedimental de la democracia cuya principal preocupación es el seguimiento de la formación local de instituciones políticas de corte liberal-representativo” (García Linera, 2013b: 31). ↩︎
  9. En realidad, eran desgajamientos de la Patria Grande común, que llevó a cabo la gesta emancipatoria. Esa fragmentación fue producto de la acción conjunta del Imperio Británico y de las oligarquías locales que emprendieron la tarea de construir un estado centralizado y controlado para su propio hinterland. ↩︎
  10. Artículo 25 de la constitución nacional: El Gobierno federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes. ↩︎
  11. En la constitución venezolana podemos leer en su preámbulo: “refundar la República para establecer una sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural en un Estado de justicia, federal y descentralizado, que consolide los valores de la libertad, la independencia, la paz, la solidaridad, el bien común, la integridad territorial, la convivencia y el imperio de la ley”. ↩︎
  12. Es claro que las grandes cadenas mediáticas son en sí mismo grupos económicos que trascienden la información y el entretenimiento. No sólo son portavoces del poder, son parte del poder fáctico y económico con intereses concretos que defienden con toda su artillería mediática. ↩︎
  13. El art. 40 de la constitución argentina de 1949 lo establecía expresamente: “(…) El Estado, mediante una ley, podrá intervenir en la economía y monopolizar determinada actividad, en salvaguardia de los intereses generales y dentro de los límites fijados por los derechos fundamentales asegurados en esta Constitución. Salvo la importación y exportación, que estarán a cargo del Estado, de acuerdo con las limitaciones y el régimen que se determine por ley, toda actividad económica se organizará conforme a la libre iniciativa privada, siempre que no tenga por fin ostensible o encubierto dominar los mercados nacionales, eliminar la competencia o aumentar usurariamente los beneficios (…)”. ↩︎
  14. En el referido caso boliviano, “esta posición privilegiada en la producción y control del excedente económico nacional, está permitiendo al Estado desplegar una estrategia de alianzas productivas con la inmensa mayoría de productores pequeños y medianos de la ciudad y el campo, hacia donde rápidamente se está transfiriendo: tecnología, créditos, insumos y mercados (vía BDP y EMAPA fundamentalmente). Así, esta apuesta estratégica de fortalecimiento de la producción para el mercado interno y de internalización estatal del excedente económico, generado con las ventas al mercado externo, está viabilizando la consolidación de un bloque de poder estatal entre productores medianos, pequeños, comunidades indígeno-campesinas y Estado, que controla cerca del 58% del PIB, lo que permite hablar de un bloque con suficiente materialidad económica como para encauzar las decisiones económicas de la sociedad” (García Linera, 2013b: 100). ↩︎
  15. En la Constitución nacional de 1949, el papel activo estratégico del Estado adquiere rango constitucional. Sobre todo, esto podemos encontrarlo en el ya referido art. 40, al cual el pensador nacional Raúl Scalabrini Ortiz llamó “bastión de la soberanía nacional”. ↩︎
  16. Recordemos que en los coches oficiales podía verse una calcomanía que decía: “achicar el Estado es agrandar la Nación” ↩︎
  17. El consumismo es la institucionalización del derroche, la producción de bienes inútiles, la temprana obsolescencia, e incluso de la producción de bienes perjudiciales para el individuo (como por ejemplo las industrias tabacaleras) o para el medio ambiente; cuya rueda es movida por el afán de lucro, consecuencia de un modelo social que se despreocupa de sus consecuencias humanas. Es cierto que el consumo interno mueve la rueda de la economía, pero también es preciso atender a distintos factores como el acceso al consumo de todos y no el consumismo de los que más tienen, entre otros. ↩︎
  18. Hasta la entrada por concurso al Estado es política, en tanto se establecen políticamente los criterios de selección y de valoración de los saberes acreditados en el concurso. ↩︎
  19. “Por eso en vez de intentar que la burocracia haga lo que no está llamada a hacer hay que paralelizarla, con los mejores militantes del proyecto que arribó al gobierno, afianzando las organizaciones extra institucionales del pueblo preexistentes o creando otras ad hoc. Cuyos integrantes sienten y saben que así serán parte del funcionamiento del gobierno popular junto a los mejores cuadros políticos dentro del Estado. Y de este modo ambos estarán combatiendo a la burocracia histórica que bloquea el cambio social por el que luchan Pueblo y gobierno, Estado y organizaciones populares)” nos dice Mario Verdi en su crítica. ↩︎
  20. Así las explica una autora venezolana: “Las misiones sociales nacen como instrumento efectivo dirigidas a solventar la deuda social; deuda que recoge el deterioro acumulado durante los últimos 30 años en que se vinieron dejando de lado los objetivos de desarrollo. Una brecha que habla de inmensos contingentes de personas sometidas a una atroz exclusión social, política y económica a lo largo de muchas décadas. Es así, como las misiones constituyen un conjunto de estrategias para la universalización de los derechos contenidos y expresados en la Constitución de 1999, produciendo acciones que al mismo tiempo garanticen los derechos sociales, permitan la inclusión, en la producción y en el trabajo, y también la inclusión política, garantizando organización, participación y protagonismo en los asuntos públicos del Estado” (Osorio Granado, 2012) ↩︎
  21. “Un ámbito importante de estabilización temporal del nuevo bloque de poder ha sido la firmeza y la fidelidad de las estructuras de coerción del Estado (Fuerzas Armadas y Policía Nacional)” (García Linera, 2013b: 95). ↩︎

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