LA CUESTIÓN DEL INDIO EN EL RÍO DE LA PLATA. Por María Victoria Rodríguez Agner

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Cuando las autoridades posan sus ojos sobre estas empobrecidas y diezmadas comunidades, es para demonizarlas acusándolas de impostores y delincuentes que “ocupan” territorios que no les pertenecen. Pocos son los logros y reconocimientos que se han consumado con gobiernos de corte más progresista.

Por María Victoria Rodríguez Agner

Fuente: El indio como otro (Eddy Romero Meza)

De señores de la tierra a minorías étnicas Triste es.

Triste es: A mí muchas veces cuando estoy pensando

me acuerdo sobre esta gente y me da realmente pena,

y mi corazón late, late de pena.

Pensar cuando ando por ahí en el campo,

cuando estoy ahí en el campo, 

después de haber aquí tanta gente y hoy día que ni haiga uno.

Uno piensa así y da una tristeza única. 

(Luis Garibaldi, uno de los últimos onas)

INTRODUCCIÓN

Preguntarse por la manera en que fueron pensadas las comunidades originarias desde los centros de poder que construyeron al Estado Nación argentino puede resultar útil para comprender la situación de despojo y marginalización a la que fueron condenados cientos de pueblos habitantes de vastas tierras del Río de la Plata. Resulta imperioso reflexionar acerca de cuál ha sido el lugar asignado a las poblaciones indígenas en el pensamiento político argentino. Es un factor central la importancia que estas comunidades tuvieron en la historia de la conformación estatal argentina, como sujetos preexistentes a dicha institución pero también como víctimas de los sangrientos desplazamientos llevados a cabo por las propias autoridades de un Estado que ellas mismas ayudaron a erigir. Para ello es importante investigar el modo en que fueron tratados y pensados nuestros paisanos los indios durante los turbulentos años de la colonización y posteriormente, de la consecución de la independencia, para luego pasar al período en que efectivamente se logra unificar un proyecto de Nación. 

PRIMEROS ENCUENTROS

Resulta válido e interesante a los fines propuestos, reparar en uno de los testimonios más antiguos de los que se posee registro, a modo de antecedente de lo que luego se convertirá en una conflictiva interrelación entre pobladores originarios, españoles, y criollos. Hacemos referencia al escrito de Antonio Pigafetta, explorador de origen italiano a bordo de la flota de Hernando de Magallanes, el cual retrata el encuentro entre los viajeros de la península ibérica y las comunidades asentadas en lo que hoy es el sur de Argentina. Denominados “Patagones” a causa de su calzado fabricado con piel de guanaco, que generaba la impresión de ser poseedores de pies de gran talla, los indios con los que estos extraños viajeros se toparon en realidad se llamaban aonikenk o tehuelches. Ya observamos entonces, una primera licencia que los españoles se tomaron, al re-bautizar desde su desconocimiento al pueblo recientemente “descubierto”. Este tipo de renombramientos será habitual durante los siglos subsiguientes de la conquista, en los que los viajantes provenientes de Europa denominarán según su parecer territorios y lugares. La modificación de la toponimia (Jauretche, 1959) resulta clave en el proceso colonizador, puesto que el borramiento de la memoria colectiva es una dimensión indispensable para el apropiamiento del suelo y la desnaturalización de su población. Volviendo al relato de Pigafetta, el cronista de Magallanes describe la aparición de miembros de la tribu Tehuelche cuando la embarcación se hallaba en el puerto de San Julián (actual provincia de Santa Cruz). Tras algunos intercambios amistosos durante la estadía de la tripulación en dicho territorio, Magallanes decide apresar a algunos patagones con el fin de llevarlos hacia España: 

El capitán quiso retener a los dos más jóvenes y mejor formados para llevarlos con nosotros durante nuestro viaje y conducirlos después a España; mas viendo que era difícil prenderlos por la fuerza, se valió de la astucia siguiente: les dio una gran cantidad de cuchillos, espejos, y cuentas de vidrio, de modo que tuvieran las dos manos llenas; enseguida les ofreció dos grillos de hierro, de los que se emplean para los presos, y cuando vio que los codiciaban (les gusta extraordinariamente el hierro), que además, no podían cogerlos con las manos, les propuso sujetárselos a los tobillos para que se los llevasen con mayor facilidad; consintieron, y entonces se les aplicaron los grillos y cerraron los anillos de tal modo que de repente se encontraron encadenados. (Pigafetta, 1971[1536])

De esta manera es evidenciada la manera en que los indígenas son percibidos por los “civilizados” españoles: como fenómenos dignos de ser secuestrados y exhibidos al otro lado del mundo. Esto último sin embargo, no llegó a concretarse, ya que ambos jóvenes tehuelches sucumbieron ante la enfermedad y las pobres condiciones del viaje, como el mismo Pigafetta cuenta más adelante en sus crónicas, lo que contribuye a lo estremecedor del relato. No obstante, y para evitar caer en la generalización, resulta menester que si bien fueron minoritarios, existieron españoles como Fray Bartolomé de las Casas quien, observando las vejaciones y torturas a las que eran sometidos los pueblos originarios, intento abogar por ellos ante la Corona, aunque sin demasiado éxito. 

“LOS OTROS” EN LA ÉPOCA COLONIAL

Durante los siglos XVII y XVIII fueron quienes destruyeron este universo indígena los que, en innumerables textos, contribuyeron en gran medida a su conocimiento, si bien desde sus prejuicios, ambiciones e intereses (Mandrini, 2005). Así, las crónicas y escritos de viajeros, expedicionarios, misioneros y funcionarios reales retrataron paisajes, costumbres, ritos y formas de vida en común de las comunidades aborígenes, al mismo tiempo que decretaban fundaciones de ciudades y asentamientos. Algunos gobernadores de estos incipientes poblados intentaban ganarse los favores de los indígenas mediante la concreción de reuniones en las que se les ofrecían distintos obsequios a los toqui (o caciques) de las tribus cercanas, tal como lo registra el gobernador de Tucumán, Gerónimo de Matorras, a propósito del encuentro que organizó con el poderoso cacique mocoví Paikin, en 1774. En el mismo, luego de saludos y muestras de amistad, le fueron ofrecidos al jefe indio alimentos y vestidos, prometiendo: 

hizo presente el señor gobernador que el rey de España, su amo, lo mandaba a visitarlo; expresóle su grandeza y lo que podría importarle su real amparo, y lo propio a todas las naciones del Gran Chaco Gualamba y que instruyéndose en los misterios de nuestra santa fe católica, lograría todas felicidades y seria perpetuo cacique de todas las parcialidades que lo seguían. (…) tomando el señor gobernador un bastón de puño dorado, que estaba prevenido, puesto en pie y quitada la gorra, le dijo, que se lo entregaba en nombre del monarca de las Españas, su amo, de quien debía ser en adelante fiel vasallo; a que dio el sí gustoso” (Matorras, 1837)

Este pasaje del diario del gobernador da cuenta de los métodos usados por los españoles para asegurarse “la pacificación de las fronteras” es decir, la explotación de los recursos naturales y la expansión de sus ciudades, proceso cuya contracara era el sutil pero inexorable desplazamiento de los indios de sus propios territorios. Estos escritos pseudoetnográficos, además de describir intercambios y costumbres indígenas, tenían por objetivo a su vez registrar cualquier atisbo de posibles enclaves mineros, ya que el motivo por excelencia que los invasores tenían para asentarse en los territorios americanos era el afán por enriquecerse a través de los metales preciosos que abundaban por estas latitudes.  

LAS INVASIONES DE “LOS COLORADOS”

Existió sin embargo un período en la historia de las ideas políticas argentinas en el que la figura del indio fue valorada, tras su colaboración con el huinca (hombre blanco) durante las invasiones inglesas en 1806 y 1807, según nos cuenta Pedro Cayuqueo: 

En aquella ocasión, importantes lonkos se presentaron ante el Cabildo de la ciudad de Buenos Aires para comprometer sus lanzas y guerreros en contra de los ingleses y en apoyo de su población. Los nombres de Katemilla, Paylawan y Kintay sacaron aplausos y abrazos en los cabildantes porteños. (Cayuqueo, 2021)

El autor menciona la reacción de importantes funcionarios presentes, como la del alcalde de Primer Voto, quien en su agradecimiento por el gesto, no dudó en calificar a los caciques como “fieles hermanos”. A estas palabras se sumaron las del abogado liberal Mariano Moreno: 

Pueblos sabios de la Europa, pueblos que blasonáis de filosofía y hacéis alarde de ultrajar a los que habitan fuera de ese pequeño ángulo del mundo, ved hoy a estos hombres que llamáis bárbaros, porque aún no conocen el arte de disfrazar su corazón y de pararse con los pomposos adornos que defraudan la dignidad del hombre: ved hoy cómo saben expresar su reconocimiento y gratitud para con sus fieles amigos (Hernández, 2003)

Es interesante observar la manera en la que se modificó la visión del indio ante las adversidades que sobrevinieron con la aparición de un enemigo en común, el intruso inglés. Los que antes eran tildados de bárbaros o salvajes eran ahora “fieles hermanos y amigos”. No obstante, sabemos por el autor Héctor Alfredo Cordero que las buenas intenciones de los indios no contaron con el beneplácito de los porteños, sino más bien con su aprehensión:

No obstante las expresiones de gratitud, abrazos y obsequios, los gobernantes desconfiaban. Desconfiaban y despreciaban a los indios. Los trataban, pero con recelo. Posiblemente el recelo era recíproco, pues de ambas partes podían señalarse improcederes. Esta desconfianza fue sin duda la causa que impidió se los convocara a la lucha contra los ingleses. Y teniendo en cuenta un ofrecimiento concluyente; número de indios, caballos, armas; tal vez por lo mismo. Los cabildantes habrán pensado sobre las posibles consecuencias de ese aporte después de la derrota de los invasores, si ello se producía. ¿Qué hubiera sido de la ciudad, del gobierno, del pueblo, con veinte mil indios armados y cien mil caballos? Hasta la paz lograda entre pampas y ranqueles les resultaría sospechosa. ¡Y nada menos que al solo objeto de proteger a los cristianos! De todas maneras, los indios concurrieron en aquella ocasión a ofrecer sus servicios, sus hombres, sus armas, para luchar contra el invasor. (Cordero, 1971)

Como vemos, si bien las declaraciones públicas se dirigían con agradecimiento y estima hacia los ofrecimientos militares de los caciques, en el fondo continuaban siendo un “otro” amenazador para los autodenominados civilizados. 

DERECHOS Y CORONAMIENTOS

Belgrano fue tal vez uno de los pocos próceres argentinos que sintió un respeto genuino por el factor indígena de nuestras raíces. Contempló la inclusión de los nativos en su proyecto de nación, para los cuales trazó planes de educación e integración económica. Y no solo eso sino que incluso fue el ideólogo detrás del intento por formar una monarquía encabezada por un rey Inca, tal vez uno de los hitos más significativos que la reivindicación india alcanzó:  

En su concepto la forma de gobierno más conveniente para estas provincias sería la de una monarquía temperada; llamando la dinastía de los incas por la justicia que en si envuelve la restitución de esta casa tan inicuamente despojada del trono por una sangrienta revolución que se evitaría para en lo sucesivo con esta declaración y el entusiasmo general de que se poseerían los habitantes del interior con sola la noticia de un paso para ellos tan lisonjero (Romero, 1977:208)

El plan del Inca contó con la aprobación de muchos otros hombres importantes de la época, entre los que se encontraba San Martín, quien expresó “lo admirable” que le parecía la idea en una de las cartas enviadas a su amigo Godoy Cruz (Romero, 1977:212). Si bien el proyecto terminó fracasando por la oposición de diputados porteños al mismo, fue parte de lo que Martínez Sarasola llama “la fiebre indigenista” de los sucesivos gobiernos postrevolución de 1810. Decretos, leyes y disposiciones legales de todo tipo se suceden con el afán de integrar a los pueblos originarios a la recién nacida república, con el objetivo de fomentar “una comunidad de intereses con los criollos” y devolverles algunos de los derechos que la conquista les había arrebatado (Martínez Sarasola, 2011). Entre los numerosos reconocimientos que los indígenas tuvieron la oportunidad de gozar se encuentran: la inclusión de dos caciques en la firma de la petición del 25 de mayo por la que se constituyó el primer gobierno patrio, el establecimiento de igualdad jurídica, la designación de representantes indígenas en cada intendencia (orden de Juan José Castelli), la extinción del tributo solemnemente sancionado por la Asamblea General del año 1813, que además procede a la abolición de la mita, la encomienda, el yanaconazgo y todo servicio personal, declarando que los indígenas son hombres libres e iguales a todos los demás ciudadanos, esta última medida de profundos alcances sociales. El “plan de operaciones” de Mariano Moreno no hace alusión directa a la cuestión indígena, pero puede considerárselo incluido cuando expresa que “el Gobierno debe tratar, y hacer publicar con la mayor brevedad posible el reglamento de igualdad y libertad entre las distintas castas que tiene el Estado” (Moreno, 1965:41).

Sin embargo Martínez Sarasola advierte que esta ola de derechos no contemplaba a la población indígena como un todo sino que se trataba de medidas segmentadas:

Esta política de integración hacia las culturas indígenas —fenómeno repetido en casi todo el continente— estaba dirigida fundamentalmente hacia aquellas comunidades ya incorporadas y/o sometidas, o hacia las que como las del Alto Perú todavía prestaban servicios a los españoles. Los rebeldes tehuelches, araucanos, guaikurúes o charrúas no encajaban en los planes de los jefes revolucionarios que como Moreno, Chiclana, Monteagudo, Belgrano o Castelli estaban más volcados a la unidad con la población indígena. Las fronteras con Chaco, Pampa y Patagonia seguirían inestables y peligrosas. (Martínez Sarasola, 2011). 

CRUCE DE LOS ANDES

Preexistentes a la conformación de los Estados argentino y chileno, las comunidades originarias también colaboraron con las revoluciones independentistas nacidas del  ímpetu criollo por liberarse del yugo español. Con su temple aguerrido y la misma fuerza con la que resistieron múltiples atropellos desde la llegada del español, acompañaron al libertador José de San Martín en su  arduo paso por la cordillera de los Andes, en camino a liberar al país vecino en la búsqueda de una patria grande soberana. Entre los preparativos de una nación en armas ante la inminente batalla que se desarrollaría contra las fuerzas de Marcó, San Martín no dudó en incluir a los aborígenes, a los que les otorgó con toda naturalidad el rango de compatriotas y hasta les expresó que él mismo se consideraba indio.

Los he convocado para hacerles saber que los españoles van a pasar del Chile con su Ejército para matar a todos los indios y robarles sus mujeres e hijos. En vista de ello y como yo también soy indio voy a acabar con los godos que les han robado a Uds. Las tierras de sus antepasados, y para ello pasaré los Andes con mi ejército y con esos cañones. Debo pasar los Andes por el sud— agregó San Martín; pero necesito para ello licencia de Uds. que son los dueños del país. (Rojas, 1940:162) 

Tal fue el respeto con el que el general libertador se dirigió a los indios reunidos que el autor de “Nuestros paisanos los indios” no duda en afirmar que si esta actitud se hubiera profundizado desde los centros de poder, el destino indígena habría sido el de una integración efectiva. Prueba de ello es haberlos reconocido públicamente como dueños de las tierras, y el gesto de solicitarles la autorización para acceder a Chile por la cordillera. Desafortunadamente, los planes de las autoridades políticas que sobrevendrían no tendrían en cuenta la inclusión del indio a la sociedad, nada más alejado de ello. 

LA PAZ LLEGA A SU FIN

En medio de una tumultuosa argentina, cruzada por luchas entre unitarios y federales, entre puerto y provincias, y entre caudillos y gobernantes, fueron planificadas y llevadas a cabo las expediciones al desierto. Ese “desierto” habitado por numerosas etnias que se veían cada vez más cercadas y acosadas por la ambición de los “civilizados” criollos. La primera, desarrollada entre 1833 y 1834 al mando de Rosas, significó la conquista de un vasto territorio en poder de los indios, aunque también su exterminio a gran escala, para poner la riqueza territorial al servicio de los pobladores blancos. El saldo de la masacre fue de seis mil aborígenes, pertenecientes a las comunidades borogas de las Salinas Grandes, ranqueles que vivían en las lagunas del sur de Córdoba, en San Luis y en el oeste de Buenos Aires; pampas que habitaban la zona de las sierras de Tandil y araucanos que habitaban en el sur hasta la cordillera. Décadas más tarde, tras la caída de Rosas, otro importante político porteño, Bartolomé Mitre, dejó en claro la percepción que se tenía para con los indígenas en su artículo “La Guerra de Frontera” publicado en el diario Los Debates en 1852:

Las tribus salvajes son una gran potencia respecto de nosotros, una república independiente y feroz en el seno de la república. Para acabar con este escándalo es necesario que la civilización conquiste ese territorio: llevar a cabo un plan de operaciones que dé por resultado el aniquilamiento total de los salvajes. Jamás el corazón del pampa se ha ablandado con el agua del bautismo, que constantemente ha rechazado lejos de sí con la sangrienta pica del combatiente en la mano. El argumento acerado de la espada tiene más fuerza para ellos, y este se ha de emplear al fin hasta exterminarlos o arrinconarlos en el desierto […]. De este modo podría llegar un día en que se viese el fenómeno singular de un Ejército de propietarios radicados en su suelo. (Cayuqueo, 2021:51)

En 1855, bajo la promesa de exterminar a los salvajes que tantos dolores de cabeza le provocaban a la capital con sus malones, Mitre partió en una ofensiva militar hacia las pampas, donde fue estruendosamente derrotado por el bravo araucano Calfucurá. Lo que no impidió que una década más tarde, siendo Mitre presidente, ambos establecieran asidua correspondencia. Y es que el poderío del líder mapuche y su habilidad para la estrategia obligaban al gobierno central a realizar concesiones y negociaciones a su favor. Las relaciones pendulares que oscilaban entre las agresiones y períodos de alianzas entre ambos poderes, llegarían a su fin con la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento, con quien se agravaría el clima de guerra. Una de sus primeras medidas fue fundar el Colegio Militar e importar toneladas de ametralladoras y fusiles Remington para el ejército, las cuales causarían estragos en las fuerzas indias. Dejó asentado su pensamiento sobre los aborígenes en múltiples ocasiones, pero fue especialmente gráfico cuando se expresó en el siguiente texto publicado en el periódico El Nacional con fecha 25 de noviembre de 1876:

¿Lograremos exterminar los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar ahora si reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso. Su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin ni siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado. (Cayuqueo, 2021:96)

Con esta concepción, se legitimaría y llevaría a cabo la conquista del desierto de Roca durante fines de la década de 1870. Cayuqueo sostiene que la muerte de Calfucurá significó el principio del fin de la independencia mapuche en Puelmapu, su territorio libre. La última voluntad del rey de las pampas fue proteger Carhué del avance blanco, lo que fue defendido con vehemencia por su hijo Namuncura en múltiples correspondencias dirigidas a la gobernación de Avellaneda, solicitando que fueran respetados los tratados de paz. Tristemente los planes de exterminio, confinamiento y despojamiento de tierras ya estaban en marcha. La muerte de Alsina en 1877 dejó a Julio Argentino Roca a cargo del ministerio de guerra, quien no dudaría en barrer de una vez por todas con el problema indio. La ley nacional 947 de 4 de octubre de 1878, firmada por Avellaneda y Roca, proveía los fondos para llevar a cabo la ocupación del desierto. El costo de la campaña, para la que se autorizaba el gasto de 1.600.000 pesos, se cubriría con la renta de las tierras públicas que se conquistaran. Así se expresaba el militar sobre sus planes:

Hasta nuestro propio decoro como pueblo viril nos obliga a someter cuanto antes, por la razón o la fuerza, a un puñado de salvajes que destruyen nuestra principal riqueza y nos impiden ocupar definitivamente, en nombre de la ley del progreso y de nuestra propia seguridad, los territorios más ricos y fértiles de la República […]. Sin embargo, les abandonamos toda la iniciativa de la guerra permaneciendo nosotros en la más absoluta defensiva, ideando fortificaciones como si fuéramos un pueblo pusilánime contra un puñado de bárbaros. (Hernández, 2003:115)

El objetivo de la campaña, además de “pacificar” las ciudades y poner fin a los temibles malones, fue apropiarse de la mayor cantidad de tierras. La inmensa extensión patagónica constituía para los indios su refugio, su tierra libre. Roca, consciente de esta situación, decidió avanzar decididamente hacia el sur, hasta alcanzar la misma cordillera. Los resultados de la conquista son conocidos. La masacre alcanzó tristes records de bajas aborígenes. Los sobrevivientes eran enviados a realizar servicios militares o hacia la ciudad a cumplir labores domésticas. Fue el fin de una Wallmapu libre y soberana. 

CONCLUSIÓN

En este recorrido se ha puesto de manifiesto fragmentos del pensamiento político de las autoridades españolas y luego criollas, puesto que lo que interesó fue “espiar” desde las fuentes directas, la opinión pública que de las comunidades originarias se tenía, desde los primeros encuentros, pasando por la época colonial, las guerras independentistas y finalizando con el sangriento etnocidio de las presidencias que consolidaron al Estado Nación argentino. El único período en el que las comunidades originarias fueron contempladas como dueñas del territorio y sujetos de derecho, aunque de un modo algo paternalista, fue con el ideario de los revolucionarios de 1810. Luego, la cuestión indígena volvió a “la normalidad” del saqueo, explotación y exterminio de miles de pueblos, al punto que hoy solo queda una ínfima porción de aquella diversidad de etnias que habitaban el sur de América, confinadas a pequeñas parcelas de tierra y en una situación general de exclusión y abandono estatal. Y, cuando las autoridades posan sus ojos sobre estas empobrecidas y diezmadas comunidades, es para demonizarlas acusándolas de impostores y delincuentes que “ocupan” (¡!) territorios que no les pertenecen. Pocos son los logros y reconocimientos que se han consumado con gobiernos de corte más progresista. Por ejemplo, la devolución en 2008 de las Ruinas de Quilmes, en Tucumán, a las comunidades que las reclamaban, y sobre las que una presidencia de facto inició el proyecto de instalación de un lujoso hotel. O bien, más acá en el tiempo, la inclusión en el censo de 2022 de una pregunta que ofreció a la población la opción de autodenominarse como perteneciente a alguna etnia originaria.

Bibliografía

  • Cayuqueo, Pedro. Historia secreta mapuche. Santiago de Chile: Catalonia 2021, 9ª edición. 
  • Cordero, Héctor Adolfo. En torno a los indios en las Invasiones Inglesas. Buenos Aires, La Prensa, suplemento cultural, junio 1971.
  • Franco, Luis, Los grandes caciques de la Pampa, 1967.
  • Hernández, Isabel. Autonomía o ciudadanía incompleta: el pueblo mapuche en Chile y Argentina; UN. ECLAC. 2003. 
  • Jauretche, Arturo M. Política nacional y revisionismo histórico. Buenos Aires, Corregidor, 2006.
  • Lugones, Leopoldo (1938). Historia de Roca.
  • Mandrini, Raúl J. (2005). Los pueblos originarios de la Argentina: la visión del otro. Buenos Aires: Eudeba.
  • Martínez Sarasola, Carlos. Nuestros paisanos los indios; coordinado por Tomás Lambré; edición literaria a cargo de Carlos Santos Sáez. 1a ed. Buenos Aires: Del Nuevo Extremo, 2011.
  • Matorras, Gerónimo (1837). “Diario de la expedición hecha en 1774 a los países del gran Chaco, desde el fuerte del valle, por Gerónimo Matorras, gobernador del Tucumán”. Primera edición. Buenos Aires, imprenta del estado.
  • Moreno, Mariano. Plan Revolucionario de Operaciones, Buenos Aires, Plus Ultra, 1965.
  • Pigafetta, Antonio: Primer viaje en torno al globo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1971, pp. 22-30.
  • Rojas, Ricardo. El santo de la espada, Buenos Aires, Losada, 1940.
  • Romero, Luis Alberto. (1977). Pensamiento político de la emancipación (1790-1825). Tomo II. Fundación Biblioteca Ayacucho.
  • Viñas, David (1983). Indios, ejército y frontera. 

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